El presidente de Brasil tiene una elevada idea de sí mismo, como debe tenerla cualquier político que aspire a ser realmente algo entre los suyos. Es una cuestión de talante y carácter, por un lado, y de historia de vida, por el otro. En su caso, esa idea de sí mismo se alimenta, además, del mito casi fundacional de la grandeza -no sólo física- de su patria, de su origen imperial -que la preservó de la implosión-, y de su correspondiente destino, tan manifiesto para los brasileros como para cualquier otro pueblo.
Se dice que para ser potencia una nación necesita dos cosas: capacidad y voluntad. Al Brasil de Lula nunca le ha faltado voluntad; incluso le sobra. Acaso por eso, por hipertrofia de la voluntad, ha sobreestimado reiteradamente su capacidad. Para ser justos, no es un rasgo exclusivo de Lula. Podría decirse que es un rasgo nacional, una constante histórica que refleja a la perfección aquella perla retórica que algunos atribuyen a Clemenceau y otros a de Gaulle (y que Stefan Zweig convirtió en literatura): ¡Le Brésil, pays d’avenir et qui le restera longtemps!
Durante su primer paso por Planalto -de 2003 a 2011-, Lula quizás alcanzó a acariciar ese momento -usualmente esquivo en la vida de los hombres y los pueblos- cuando convergen la realidad y el deseo. Patriarca de la enésima promesa de la integración latinoamericana, beneficiario de la gran bonanza de materias primas, aupado en la inclusión de Brasil en un acrónimo sonoro, aplaudido por los corifeos del “sur global”, e impulsado por un alineamiento ideológico favorable en la región, el primer Lula pensó que el suyo era, en efecto, un liderazgo incluso global, y que lo de potencia emergente era, para Brasil, algo más que una etiqueta.
Ese Lula fue capaz incluso de involucrarse, motu proprio y al margen de las partes más interesadas en ello, en un asunto tan complejo como el programa nuclear iraní; y asociado con Recep Tayyip Erdogan -entonces primer ministro de Turquía-, negoció con Teherán un acuerdo allí donde otros habían fracasado. Aquello debió ser para él la apoteosis. Que materialmente ese acuerdo haya significado más bien poco no le quita el mérito simbólico de la osadía.
El segundo Lula es bien distinto, y prueba de ello es su errático abordaje de la crisis postelectoral de Venezuela. Sus devaneos con Maduro, su juego a tres bandas con México y Colombia, los deslices y las contradicciones de su discurso y su despliegue diplomático, la sumatoria de todo ello lo ha llevado a un laberinto del que por ahora no parece saber cómo salir. No debe ayudarle mucho saber que tiene tantos ojos encima y, a la hora de la verdad, poco margen de maniobra y escaso apalancamiento.
Por decirlo de algún modo, Lula ha quedado atrapado en su propia “lulada”. Ojalá aprenda -y otros con él- que no se puede contemporizar impunemente con las dictaduras; que la democracia no es un concepto relativo -como dejó escapar en una entrevista reciente-, ni puede serlo tampoco su defensa; y que las grandes aspiraciones suponen grandes responsabilidades.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales