Un credo a la colombiana podría llevar algunas de estas frases: Creo que la vida es sagrada e inviolable, salvo que el embarazo incomode o mi tía esté ya muy viejita; creo que las drogas alucinógenas son malas, salvo el puchito que llevo en el bolsillo para volar sin necesidad de ir a Avianca; creo que hay que combatir los cultivos ilícitos, salvo la hectárea que provee mi dosis mínima y la máxima cuando sea necesario; creo que el sistema judicial merece respeto y acatamiento, salvo si se fija en las acciones de los matones y pretende ajuiciarlos; creo que la corrupción y el robo son un asco, salvo que me den la oportunidad de hacerlo por un tiempo determinado. Creo, creo, creo, pero, pero, pero al final todo me importa realmente nada.
Si a las sociedades se les midiera por la lógica de sus discursos y la coherencia entre estos y sus acciones, a la colombiana le iría un poco peor que a la selección Colombia en los mundiales de futbol. El ciudadano, considerado individualmente y también como parte de esta comunidad, despierta y su vida es azotada inmediatamente, desde el amanecer hasta el ocaso del sol, por un mar de contradicciones de profundidad insondable. Las personas tienen en principio valores y creencias sensatas, pero en los primeros pasos de su vida y de su día, chocan con un ambiente que se debate en medios de toda clase de contradicciones que terminan por reventar la más sólida de las estructuras de personalidad. Nuestra incoherencia racional y existencial es hoy en día de una hondura tal que cabe preguntarse cómo es que no nos hemos desintegrado del todo como personas y como grupo humano, aunque en gran parte si estamos ya deshechos.
En alguna ocasión ciertos paisanos de Jesús se atrevieron a decir que sus milagros eran obra de Belzebú, el príncipe de los demonios. Jesús alegó que eso era como plantear una guerra civil pues el demonio no puede hacer milagros para el bien, sino para el mal. Era contradictorio. Pero el punto es que ese tipo de afirmaciones son precisamente demoníacas. Ese pretender que la mentira es verdad, que el bien puede sostenerse con algunas dosis de mal, que el mal no produce efectos dañinos, que conviene adaptarse hasta darle carácter de normal a lo anormal, a la larga corroe personas y sociedad. Por ahí andamos.
La única forma de no ser contradictorio es siendo verdadero. Y para serlo se requiere lucidez mental y un sistema de valores claro e inalienable. Hoy, a través del consenso en los temas axiológicos, hemos caído en un mar de contradicciones, de arenas movedizas y suelos fangosos. Todas las personas y muy especialmente quienes dirigen las comunidades y la sociedad en general deberían ser capaces de ser coherentes en el bien, lo cual, para el caso actual, requiere también firmeza y carácter y de eso poco queda. Han desparecido las líneas que dividen o identifican con claridad el verdadero bien y el verdadero mal. Ahora todo está mezclado y lo corrosivo avanza triunfante. Creo, entonces, que con respecto a los valores más profundos de la condición humana estamos muy lejos del bien verdadero. Creo que por eso vivimos tan angustiados.