Si Dios quiere
Hace dos semanas estuve en el PGA Show de Orlando -Florida- con mi empresa que vende ropa de golf. Esta es la feria más importante del mundo a la que asistimos más de mil expositores. Son tres días de intensas negociaciones, presentaciones y competencia. Entrar con una empresa colombiana a las grandes ligas del mundo del golf empresarial es retador y un tanto aterrador. Ahí es cuando a pesar de todos los estudios, de hablar inglés, de tener un buen producto y un largo etcétera que uno se da cuenta de ese “complejo de conquistados” y de algunas costumbres con las que cargamos los latinoamericanos.
Luego de un arduo trabajo en la feria nos fuimos con mi esposo e hijo a tomar unos días de sol en República Dominicana. Pues bien en el resort de donde nos hospedamos fui consciente de esa gran diferencia entre los países del primer mundo y del tercer mundo. Tenemos una constante referencia a Dios frente a nuestros sucesos cotidianos, “Si Dios quiere”, es definitivamente una expresión en la cual depositamos nuestra fe absoluta al desarrollo del destino.
En la feria del PGA Show nadie menciona a Dios para hacer negocios, en los restaurantes de Orlando nadie se despide diciendo “que Dios los bendiga” y en los almacenes de los malls nadie afirma después de una venta, “gracias a Dios”. Lo cierto es que Dios es un personaje trascendental en las decisiones familiares y empresariales lationamericanas. Esta es una herencia de la España católica que nos colonizó y que impartió esa falsa verdad de que los pobres son los merecedores del cielo, frente a la ética protestante de los ingleses que alaban a Dios a través del trabajo.
En el resort de República Dominicana cada vez que nos íbamos de un restaurante nos despedían con un “nos vemos mañana si Dios quiere”, “que Dios los bendiga”, “si Dios quiere mañana habrá sol en la playa” y sucesivamente así. Es una cultura impregnada en nuestras células y que transmitimos de generación en generación sin darnos cuenta. Esperábamos el sábado que el avión de Avianca aterrizara en el aeropuerto de Santo Domingo. Mi chiquito de tres años estaba pegado a los grandes ventanales. A lo lejos lo vimos llegar, aterrizó y cuando lo hizo, el niño mi miró y me dijo elevando los bracitos al cielo, “bendito Dios que el avión llegó”.