Hoy se cumple un mes de la acción colectiva de ciertos sectores indígenas en procura de sus intereses.
Por eso, es necesario practicar un ejercicio que ayude a identificar tendencias y lecciones aprendidas.
Primero, tales sectores indígenas han hecho uso del sagrado derecho a la protesta que la Constitución consagra. Sin embargo, el método ha sido particularmente violento y esa es una conducta que distorsiona la ecuación de manera significativa.
Segundo, durante la década perdida de los dos gobiernos Santos se firmaron múltiples acuerdos desproporcionados para complacer a esas organizaciones sociales.
Tan apurado como estaba por lograr la reelección y validar lo negociado a puerta cerrada en La Habana, aquel gobierno puso en práctica la lógica de “firmar ahora para incumplir después”.
Tercero, el gobierno actual recibe esa herencia explosiva y, al no entender la tendencia estratégica de los movimientos de izquierda, se muestra dubitativo e impreciso.
Por supuesto, esa indecisión es explotada con entusiasmo por los practicantes de la "protesta violenta-no-armada”, expandiendo así su pretensión de paralizar al Estado.
Parálisis que, en este caso, ya no persigue las firmas conseguidas en La Habana sino la mismísima Presidencia, bajo un esquema de “frente amplio” conformado por la izquierda prerradical y la izquierda radical.
Cuarto, el Gobierno cayó, fácilmente, en un círculo vicioso consistente en que los indígenas demandaban la presencia física del Presidente pero él exigía el cese del bloqueo, tras lo cual los indígenas sostenían que solo cesarían el bloqueo cuando él se hiciera presente: típico punto muerto a la espera de un intermediario iluminado.
Quinto, en el fondo, ese punto muerto ha puesto de presente un grave vacío de autoridad por cuanto el Jefe del Estado dejó desde el principio en manos de los propios exaltados la decisión de devolverle -cuando se les antojase- la normalidad a todo el suroccidente de un Estado soberano.
Dicho de otro modo, en vez de ordenar el desbloqueo, presenció impasible la muerte de un policía y puso el orden público en manos de quienes usan el amedrantamiento como método de gestión de conflictos.
¿Han bloqueado vías, han usado a menores en el dispositivo, han secuestrado, han amenazado con el uso de la fuerza, han generado inseguridad alimentaria, o han afectado a la población en general y a los más vulnerables en particular?
Por supuesto, los indígenas no son responsables de los ataques perpetrados por el sexto frente y otros grupos armados que operan en el área; pero no hay duda de que el vacío de autoridad ha creado las condiciones necesarias para que el crimen organizado agrave una situación que le resulta sumamente rentable.
Sexto, queda claro que la conducta ejemplar de las FF.MM. y el Esmad ha impedido la toma de las vías alternas, siendo la subordinación y el respeto los indicadores de su impecable gestión humanitaria que muchos han confundido (¡deliberadamente!) con debilidad o permisividad.
Y séptimo, también queda claro que no se ha tratado tan solo de protesta social legítima y de reivindicaciones de vieja data.
Este movimiento de “presión popular prolongada (PPP), basado en el concepto de “política contenciosa”, ha estado altamente politizado desde su comienzo.
Politización de la que es prueba la presencia de Pablo Catatumbo, Gustavo Petro y los videos del senador indígena, Feliciano Valencia, difundido por redes en el marco de un ilusorio derecho de réplica de la oposición.
Con la mira puesta en el paro nacional que se urde para las próximas semanas, esta agitación social no puede, pues, concebirse como un acto aislado.
Por el contrario, ha de ser entendida como lo que es: un ejercicio preparatorio para el asalto al poder.