Hace poco el gobierno británico creó un ente gubernamental para atender el problema de la soledad que sufren millones de sus ciudadanos. Entre las motivaciones para hacerlo se contaba la de que muchos de ellos pasan fácilmente un año o más sin tener con quien hablar. La soledad completa, de la que escribió Schiller. Uno de los subproductos del mundo moderno que ha exaltado tanto al individuo, su subjetividad, su autonomía, su liberación de ataduras, que finalmente lo dejó abandonado en su propia soledad y autosuficiencia. Pero esta última ha demostrado ser también muy limitada. Porque, ¿para qué autosuficiencia si se es un ser solitario, si no se tiene familia ni amigos y si ni siquiera hay con quién conversar?
En Bogotá, la situación de no pocas personas no debe ser muy diferente. Sobre todo gente mayor y gente llegada en soledad de otras partes del país. Por no hablar de los que rompieron familias y la soledad es ahora su compañera permanente. Y no pocos jóvenes también acusan esta enfermedad. Ante este fenómeno relativamente nuevo entre nosotros, la Arquidiócesis de Bogotá y otras instituciones han comenzado a crear los llamados centros de escucha. En realidad, las oficinas de las parroquias han sido desde siempre algo de dicha índole. Pero ahora hay que acentuarlo dado el crecimiento del hecho. Son lugares cálidos y atendidos por personas debidamente preparadas y cuyo fin es darle oportunidad a quienes padecen una gran soledad y falta de relaciones humanas, de abrir sus corazones para que alguien las escuche con amabilidad, comprensión y quizás les avive la esperanza de días mejores.
Sin embargo, los centros de escucha deben ser sobre todo un signo de alarma sobre un modo de vida que no favorece en muchos aspectos la realización y felicidad de las personas. Por el contrario. Las exprime y luego las desecha. Cuando la Iglesia insiste tanto en la familia no lo hace por una vana obsesión ideológica o cosa parecida. La existencia de la familia, en términos generales y sin que sea la suma perfección, permite que las personas estén acompañadas con cariño durante toda su vida y que por lo mismo nunca estén incomunicadas o abandonadas, o lo peor, enterradas en vida. Ha de ser muy triste que uno tenga que pagarle a alguien para que lo escuche o le hable, para que haga una llamada diaria para ver si aún respira. Buena muestra de la necesidad de escucha que tienen hoy las personas es que también los consultorios de sicología, siquiatría, consejería, coaching y los centros espirituales viven completamente copados de personas deseosas de hablar, ser escuchadas y comprendidas.
No deja de ser paradójico que sea precisamente en esta época, llamada de las comunicaciones, en que el gran incomunicado sea, digámoslo así, el corazón humano, el alma. Estamos inundados de comunicación con el exterior, ya no nos cabe un aparato más en las manos, en la boca, en los oídos. Y, sin embargo, la soledad ronda muy segura alrededor de cada uno de nosotros. Como quiera que sea, el ser humano nació para entrar en relación con el otro y allí no hay ningún infierno, como dicen los desesperados e incrédulos. Desde el libro del Génesis se oye hablar de la otra persona como ayuda y compañía. De eso se trata. Pero no dejemos de decir algo más: hay que hacer lo necesario para no volverse solitario, para no ser demasiado antipático, para no dejar que la neurosis se tome la vida, porque así se espanta hasta al más amoroso y paciente. Tener con quien hablar será siempre un signo de que la vida va por buen camino.