La sala de cine ha recibido una doble estocada. La biológica que padecemos y el embate de Netflix, que además ha arrinconado a la producción de películas y a la tele como entretención de masas. Con esto no digo que hayamos dejado de estar masificados, tal como lo predijo con singular talento Spengler en La decadencia de Occidente que ocurriría. Sino que la masificación es individual, en solitario, y desde casa. Las series de Netflix empiezan como un espléndido alazán a galope y terminan como un jumento cansado por tantas arandelas que le han puesto para entretenernos a nosotros, las masas.
Ante un buen argumento, el director al parecer va descubriendo que es un buen negocio, un filón. La serie se alarga sin fin a la vista. Los espectadores en últimas somos cautivos de una prolongada pandemia. Y entonces el guion mata dos o tres veces a los protagonistas y los resucita con algún ardid. El que hace de malo o mala se troca en bueno y viceversa. Y el receptivo espectador termina por hacer duelo una vez por uno y otra vez por el otro. Cuando ya el relato ha logrado crear un personaje repudiado, se empieza a resaltar la responsabilidad de la sociedad en todo el asunto. Terminamos por sentirnos culpables por el repudio inicial ante el asesino. Y, en fin, el guion pasa de Freud a Marx en un pestañeo. A la cuarta resurrección barruntamos que debemos distinguir entre muertos y muertitos. A los estadounidenses no les gusta sentir culpa alguna, así tranquilamente pueden ver masacrar más muertitos.
Hasta que decidimos estimular otro hemisferio cerebral y aprovechamos para leer un libro sin salir de una serie que no necesita de nuestra atención para llegar a un cómodo final. Final que suele ser el reintegro del héroe a la familiar clase media de la sociedad de consumo, con nene y nena incluidos, como le ocurrió a Harry Potter.
Otro buen inicio fue el de la serie de los Grimm. Esta supone que, entre algunos raros habitantes de Portland Oregón, existe una bestia oculta tras la máscara humana, a los que llaman “Wessen.” Tras tan prometedor argumento la explotación de ese filón se extiende democráticamente al resto del mundo, y termina uno por creer que todo Portland está poblado de Wessen y se pregunta si habrá quedado algún ciudadano de a pie, sano y sin monstruo incluido.
Ese es otro caso en el que la fantasía mata a la realidad y por ende se suicida como relato. Algunas películas anteriores al cuasi monopolio de Netflix se incorporan a esa forma de diversión. Al parecer a los actores les resulta más provechoso actuar en esas series. Pero lo curioso es que las de éxito como Star Wars o Harry Potter, están situadas en un imaginario medieval. Basadas en una atmosfera de leales alianzas y de fidelidades bien distintas al que reina en la economía de consumo. Como si al engranaje masificador le faltase algo.