Los asesinatos de líderes sociales nos preocupan a todos. Un diagnóstico preliminar muestra que los territorios de ocurrencia están relacionados con la presencia de economías ilegales, elevados niveles de pobreza y violencia. La gravedad de problema no puede convertirse en una oportunidad para el populismo que en Colombia difunde mensajes de odio y confrontación. Requiere entenderlo y solucionarlo con el concurso de la Nación entera.
El asesinato de líderes sociales no es un fenómeno aislado, ni es resultado de una coyuntura electoral, ni mucho menos de la elección de Duque como Presidente.
El número de casos tiene una tendencia creciente desde la firma de los acuerdos de La Habana. Una explicación posible es el hecho de que esos territorios, una vez salieron las Farc, siguieron sin la presencia estatal, y por lo tanto, otros grupos criminales tomaron el control. Otra, que me parece más certera, es que el negocio del narcotráfico continuó creciendo, avanzando y sigue financiando violencia.
El acuerdo fue insuficiente para combatir el narcotráfico y, todo lo contrario, sirvió como cortina para esconder el desaforado crecimiento de los cultivos ilícitos.
Desde diciembre de 2016 se han registrado más de 295 casos de líderes asesinados, con unos máximos en enero y marzo de este año, con 28 y 24 casos según cifras de Indepaz.
Para 2017 se registraron 170 casos, un incremento del 45% con respecto al año 2016. Sumado a esto, según la ONU, para 2017 se registraron 441 ataques a defensores de derechos humanos. Se contabilizan ataques, hechos como asesinatos, intentos de asesinatos, amenazas y violaciones.
Hay que observar con cuidado la concentración de casos en algunos territorios. Según la ONU, el 64% de los casos de asesinatos suceden en las zonas más afectadas por el conflicto y en zonas con presencia histórica de las Farc.
El punto de partida del fenómeno tiene una causa: la falta de presencia integral estatal. Este elemento configura un escenario para que grupos ilegales, armados organizados y estructuras criminales como el Eln y las disidencias de las Farc se disputen el control en estos territorios, los negocios ilegales del narcotráfico y la suculenta minería ilegal. Según la Casa Blanca, los cultivos ilícitos alcanzaron una cifra récord de 209.000 hectáreas.
Un ejemplo del impacto de los cultivos ilícitos son los departamentos de Nariño y Cauca, que lideran el ranking en el número de casos de líderes asesinados y entre ambos concentran cerca del 40% de la hoja de coca sembrada en el país.
Así mismo, los territorios con elevados casos de líderes asesinados comparten altas tasas de homicidios y de pobreza. El auge de la economía ilegal es la causa de la explosión de nuevas formas de violencia.
Mientras el presidente Santos decía que los homicidios del 2017 eran bajos, municipios como Mesetas (Meta), Magui – Payán (Nariño) o El Carmen (Norte de Santander), registraban aumentos superiores al 900%. Y mientras se hablaba de reducción de la pobreza se evidenció el aumento de ésta en los territorios en donde hubo líderes sociales asesinados.
Hay que entender la dinámica de la violencia en el territorio. La falta de oportunidades es terreno fértil para que muchos sean vinculados a las economías informales. Y esas economías informales necesitan que el Estado no llegue para resguardarlas, y necesitan someter a la población para que no llame ni atraiga al Estado. Matar a un líder es darle un mensaje a la comunidad: se someten o tendrán la misma suerte.
Los colombianos debemos unirnos todos, sin distingos, para combatir el narcotráfico y la minería ilegal y hacerlo además ofreciendo alternativas productivas a los territorios. Solo así salvaremos a los líderes que son patrimonio de todos.