Infortunadamente, la polarización existente en Colombia -que tuvo origen en la convocatoria al plebiscito de 2016 respecto al Acuerdo Final de Paz firmado entre el Gobierno del expresidente Santos y las Farc- ha proseguido, y hasta se ha incrementado, para mal de nuestra democracia.
Debe recordar que, por cuanto estimé mal formulada la pregunta para dicho mecanismo de participación democrática -que recayó sobre un voluminoso texto, totalmente desconocido para la inmensa mayoría de los colombianos, votantes o no votantes-, y por no compartir algunos de los términos en que el pacto se convino, voté por la opción negativa. Estaba en todo mi derecho, como estaban en todo su derecho quienes escogieron la opción del “SÍ”.
Después, me pareció constitucionalmente inaceptable que, habiendo triunfado la opción del “NO”, se hubiera sustituido la refrendación popular a la cual el artículo 5 del A.L./16 sujetaba su entrada en vigencia (con el Fast Track y las facultades extraordinarias que otorgaba) por una “refrendación” del Congreso. En infortunado fallo, la Corte Constitucional autorizó esa lamentable invasión de la órbita propia de la soberanía popular. Y vinieron después los actos legislativos y las leyes dictadas en desarrollo del Acuerdo, que en su gran mayoría pasaron también el examen de la Corte, en sentencias que, lejos de aclarar, confundieron, según lo hemos subrayado en varios escritos. Se dio paso a una gran confusión, tanto en la aplicación como en el cumplimiento de lo convenido.
Pero -nos hayan gustado o no el proceso y el Acuerdo- ya existen unos hechos creados; unos compromisos de las partes; unas reformas constitucionales y unas leyes declaradas exequibles y en vigor; una normatividad que obliga; una jurisdicción especial -la JEP- que está funcionando; unos procesos en curso; unos antiguos guerrilleros que se han desmovilizado, que han cumplido y que están con sus familias, ya vinculados a la legalidad. No olvidemos que muchos de ellos han venido siendo asesinados tras la firma del Acuerdo.
Otros desmovilizados reincidieron en la delincuencia, se burlaron de las máximas corporaciones de nuestra justicia, aprovechando las equivocaciones en que ellas incurrieron, y han regresado a la subversión.
Entonces, ante esos hechos, quienes sostenemos la vigencia de los principios democráticos y creemos en el Estado Social de Derecho -aun quienes pudimos discrepar total o parcialmente de lo que se hizo, y con mayor razón quienes estuvieron conformes con el proceso-, estamos en la obligación de acatar lo resuelto por el Congreso en las reformas constitucionales y legales, y de respetar –si bien hemos disentido desde los puntos de vista doctrinario y académico- lo decidido por la Corte Constitucional en sentencias que han hecho tránsito a cosa juzgada constitucional (Art. 243 de la Carta Política).
Así que esta situación de polarización y enfrentamiento carece de todo sentido. Las partes –Gobierno y ex guerrilleros- deben cumplir de buena fe lo acordado, y si fuere necesario deben dialogar para introducir ajustes, correctivos o complementos en materia de contenidos o de tiempos.
Lo que no debe continuar, porque está destruyendo nuestra democracia, es la insensatez de la intolerancia. La falta de respeto a la opinión de los contrarios. La ruptura y la falta de diálogo racional, sin perjuicio de las propias convicciones.