Conmemoramos hace unos días el centenario del natalicio de Álvaro Gómez; en medio de las vicisitudes de la coyuntura actual había tenido que posponer la publicación de estas para rendirle un merecido homenaje. Entendió, como pocos, los problemas de Colombia y propuso un Acuerdo sobre lo Fundamental. Fue abogado, periodista, diplomático, concejal, representante, senador, ministro y constitucionalista. Y por supuesto, de manera transversal, un humanista y profesor. Hoy en medio de la crisis moral que saciase a la nación, recordarlo es un deber gratificante, que aviva las fuerzas para las batallas que todos los días debemos seguir dando.
Sostuvo Álvaro que la reconstrucción del Estado debía darse desde la justicia. Eso explica su empeño en el rediseño del sistema penal colombiano. Como presidente de la Constituyente de 1991, pasamos de un sistema penal inquisitivo, a uno acusatorio, con la convicción de que derrotaríamos la impunidad y garantizaríamos el juzgamiento de los criminales si el Estado tenía como deber investigar y acusar. La creación de la Fiscalía General también se la debemos. Pensada como el aparato estatal que garantizaría que los crímenes fueran investigados y se superara la imposibilidad de poder condenar el crimen.
La elección popular de alcaldes también fue de su autoría. Idea que se discutía en la Colombia de regiones como el único mecanismo para iniciar el proceso de descentralización que tan sentidamente pedía la provincia colombiana.
Álvaro fue también el padre de la planeación económica en Colombia. Su concepción de largo plazo lo diferenció de sus contradictores liberales. En su labor como diplomático comprendió la importancia de la estabilidad jurídica empresarial, las oportunidades laborales de la inversión extranjera y el gasto público en su mínima expresión. Esa batalla por hacerle entender a los colombianos que no existe una mejor política social que el empleo formal, que solo se produce con el crecimiento económico. Una fórmula que todavía hoy como país no abrazamos totalmente. Con el talante del conservador que lo caracterizaba decía que su revolución era el desarrollo. Para nuestro país sí que sería revolucionario el desarrollo, abandonar esas visiones que impiden el crecimiento económico y limitan el mercado y la competencia.
Para él, la conducta más viciosa de Colombia era y es, seguir dejando que el “Régimen” controle la política. La complicidad entre el electorado, los favores y los gobernantes, las definió como un monstruo que se tomaba nuestra sociedad. Criticaba que los partidos de opinión se convirtieron en partidos de compromiso, y a los votantes por ser solidarios con la impunidad. Controvertía a la historia de los gobernantes del país por haber permitido que la izquierda tomara la vocería sobre los pobres y justificara su lucha con violencia; siempre destructora.
En su faceta como profesor, sus estudiantes lo recuerdan como un hombre racional y estructurado. Muchas veces retomó el término de “grandeza” haciendo énfasis a la lógica unida con la humanidad. “En la grandeza se resuelven las crisis, no en la minucia”. Lo asesinaron los cómplices del narco-régimen luego de una clase de cultura e historia en la Universidad Sergio Arboleda, un crimen de lesa humanidad. Ese mismo régimen que parece estar ganando la batalla pese a la persistencia de nuestra ciudadanía en defender la justicia y la democracia. Seguimos en la misma lucha, hoy con los victimarios envalentonados.