Como lo dije en estos días ante numerosos notarios del país a propósito de muy diversos acontecimientos, lo cierto -y no está bien que nos engañemos- es que, en este período que se ha denominado “del posconflicto”, el país está desconcertado, sin guía ni norte.
No lo dice un enemigo de la paz. Pues, como consta en numerosos escritos, siempre entendimos que el camino para terminar la guerra y la violencia de muchos años no era otro que el diálogo. Un diálogo fecundo, digno, importante -como decía Álvaro Gómez Hurtado- ; un diálogo para acercar, no para desunir, ni para dividir, ni para estigmatizar, ni para polarizar; un diálogo para la paz, no para la guerra entre las comunidades, los amigos, y hasta los familiares. No para el conflicto, so pretexto del posconflicto.
Por ello -así entendido el diálogo, y así entendida la paz-, apoyamos siempre el proceso, lo cual no significaba aprobar en su texto, ni en bloque, todo cuanto se proyectara en La Habana, ya que allí no sesionaba una Asamblea Constituyente capaz de reformar todo nuestro ordenamiento jurídico, sino que era un foro de diálogo abierto, para buscar posibles salidas al conflicto, siempre sobre la base del sometimiento de los antiguos guerrilleros a la institucionalidad. No a la inversa. Es decir, jamás este país creyó que, a partir del diálogo y en busca de la paz, la institucionalidad terminaría sometida al querer y a las directrices políticas y jurídicas de la guerrilla de las Farc; una sociedad derrotada, apenas interesada -y desesperada- en la procura de un premio internacional. Es eso lo que no aceptamos.
Seguimos siendo entusiastas amigos de la paz mediante el diálogo, pues igualmente dijimos en su momento que la guerra había fracasado y que era necesario aplicar un criterio diferente, acorde con el mandato del artículo 22 de la Constitución, a cuyo tenor “la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”. Pero nuestro concepto del diálogo y sobre la paz no incluye la abjuración de los principios democráticos, ni la clausura de los conceptos jurídicos, y menos un paréntesis en la vigencia de la institucionalidad. La paz es un valor de máximo nivel dentro de nuestra estructura democrática, pero, precisamente por ello, la paz no se puede desvalorizar, ni disfrazar, ni confundir con la ruptura del esquema estatal vigente, ni con la anulación efectiva de las instituciones democráticas.
Lo alcanzado en la mesa de negociaciones ha debido circunscribirse .y así no aconteció, o cuando menos, no tenemos una prueba, a ciertos temas muy especiales -propios del sometimiento de una organización guerrillera a la legalidad-, como su renuncia definitiva a los métodos delictivos, la verdad y la justicia; su promesa formal y comprobable de no seguir delinquiendo; desde luego, su real y efectiva protección y la de sus más cercanos familiares; la entrega completa e inmediata de las armas (todas); la desmovilización, la liberación de secuestrados y de menores reclutados –también inmediatas-, y la indemnización o reparación integral, cierta y verificable, concreta y real, a las víctimas, todo a cambio de amnistía o indulto respecto a los delitos políticos y conexos, sin incluir en los beneficios a los autores de crímenes de lesa humanidad, o de crímenes de guerra cometidos en forma sistemática, de genocidio, o de violencia carnal, entre otros.
Viva la paz, pero no cantemos el réquiem por las instituciones.