La filosofía popular, la más sencilla y veraz, predica que a veces el remedio es peor que la enfermedad, pues es frecuente que sea más dañino que la dolencia que se quiere aliviar. Y esto, en materia psiquiátrica es corriente. Son contadas en los dedos de las manos las personas a quienes se les puede escoger como absolutamente equilibradas. Un análisis de temperamento y personalidad lleva a la conclusión de que se padece de una manía, depresión, angustia, ansiedad, trastornos por déficit de atención e hiperactividad, bipolares, compulsivos y muchas otras afecciones “corrientes” y que los médicos, estimulados por las empresas farmacológicas, para justiciar el cobro de la consulta, suelen recetar a diestra y siniestra. Y el paciente termina, finalmente, seriamente trastornado y adicto al medicamento, resultado que es el fin perseguido comercialmente.
Pero la sinonimia que ahora se trata no es de confirmar o rebatir esa argumentación vulgar. Lo que viene a cuento es que, políticamente, se está diagnosticando una enfermedad constitucional que demanda, urgentemente, convocar una Asamblea Constituyente para remediar los ¡defectos! que la Carta del 91 padece desde su apurada expedición.
Los aspirantes a la presidencia coinciden en ese antojo, salvo el señor Fajardo. El argumento que alegan para justificar el diagnóstico de ese reconstituyente político es que la Carta vigente no satisface, de ninguna manera, las necesidades de la comunidad, principalmente en cuanto a la justicia y a la regulación de la política se refiere.
Este es un país que padece una epidemia de Alzheimer o, simplemente, de demencia precoz. Su amnesia es tan critica que ya se le olvidó como el “revolcador” se valió de la papeleta del “bon bum” para constituir un estado neoliberal, con la gran mentira de que se consagraba formalmente un Estado Social de Derecho; declaración, simplemente formal, que ahora quieren revocar y corregir para regresar al sistema totalitario del pasado y sacralizar la miseria y la guerra tradicional.
Esta “reconstitución”, igualmente, en el pasado se hizo precisamente convocando una Asamblea Constituyente, establecida en el acto legislativo 1 de 1952 y que dio lugar a la dictadura del General Rojas Pinilla, líder de la Anapo, organización creadora del M-19.
Ese es el riesgo que se correrá si llega al poder alguno de los promotores del nuevo “revolcón”. Bien para derogar lo que hizo Juan Manuel o reestablecer la reelección del chalán o la petrificación del gobierno. Se pretende es satisfacer la polémica del odio, una expresión de esa sociopatia (TAP), según Kraepelin, que se encierra en la conciencia de los “luchadores” por la venganza.
La Carta Suprema actual no es perfecta, nadie la concibe así, pero es mejor que su enmienda la hagan terapeutas desprevenidos y no otros elegidos expresamente para satisfacer sus desequilibrios políticos. Pues nadie sabe que “arúspices” pueden resultar electos. La elección de los miembros de la supuesta asamblea constituyente estará guiada por una uribepatia, petropatia o vargapatia popular. ¡Cuidado!