Los procesos electorales muestran hoy un decaimiento progresivo de los partidos políticos que debilita el sistema de representación que ha cimentado el régimen democrático a lo largo del último siglo. Las elecciones últimamente señalan un debilitamiento paulatino de la adhesión y fidelidad del ciudadano a las organizaciones partidistas tradicionales.
La explicación de ese fenómeno se hallaría, en parte, en los acelerados cambios tecnológicos que han venido modificando dramáticamente el acceso a la información y permitiendo la capacidad de expresarse y simultáneamente difundir acontecimientos y opiniones en tiempo real. Las redes sociales han sustituido a los medios de comunicación y se han convertido en el escenario predilecto de información y controversia, libres de controles de veracidad y responsabilidad en la difusión de los hechos y de sus interpretaciones.
Los partidos se han visto superados por ese ritmo vertiginoso que imprime el cambio en las tecnologías y que suscita nuevas expresiones, muchas de ellas condenadas a lo efímero. Ello implica una transformación continua en escenarios y conductas que no solo fragmentan la representación política, sino que también conspiran contra la fidelidad a postulados programáticos que se desvanecen ante la continua transitoriedad que nos impone la realidad en la que vivimos. Sus incontrolados efectos sobre la gobernabilidad generan nuevos desafíos que favorecen inestabilidad en el manejo del Estado e insatisfacción en el ciudadano.
En Colombia, en el inicio del proceso electoral de octubre, estas nuevas realidades se han traducido en inquietantes manifestaciones que afectan directamente el régimen político. No extraña el debilitamiento de la gobernabilidad, la indefinición de un rumbo claro para el país, la dispersión de fuerzas políticas, ni muchos menos la conversión de los partidos en comercializadores de avales, sin consideración a la incongruencia que supone entronizar pensamientos e intereses contrarios a sus postulados ideológicos.
Es un nuevo reino que no conoce fronteras, ni ética, ni coherencia ideológica, que favorece reyezuelos, clanes familiares y que prohíja la máxima de "prohibido prohibir", con las que se estaría cavando la tumba de la democracia y de las libertades que la sustentan. Contra esta progresión de lo indeseable se han estrellado todos los intentos de reformas electorales y políticas y fortalecido las herramientas con las que se asegura la primacía de gamonales en el tinglado electoral y en el manejo de la política.
El voto preferente cambió el ejercicio de una actividad que apuntaba a la realización del bien común por la codicia de intereses subalternos que ha postrado su legitimidad. En ese escenario, el elector es rehén de sus dirigentes y seguramente víctima de una democracia de papel, en la que el ciudadano ha perdido su poder fundante y probablemente también se verá despojado de su libertad.