Se dice: “Haz planes y mira como ríe Dios”; nada más cierto. Juan Manuel Santos y Humberto De la Calle hicieron grandes planes para su futuro que no se cumplieron.
De la Calle pensó que el acuerdo de La Habana con las Farc, del cual él fue el mayor artífice, le daría gran aprobación nacional que lo catapultaría a la Presidencia de la República con el apoyo del presidente Santos, para quien había lealmente trabajado durante seis años, prácticamente “interno” en la capital cubana.
Santos, por su lado, pensó que ese acuerdo le garantizaría reconocimiento universal y que terminaría su segundo periodo con una gran aprobación nacional, (hoy 17 por ciento). Pero, aunque logró obtener de los suecos su tan deseado Nobel de la Paz, el pueblo colombiano no aprobó el resultado final del acuerdo, considerándolo plagado de vicios y desaciertos.
Obsesionado por firmar un acuerdo de paz que le garantizara el Nobel, Santos desatendió otros problemas gravísimos de la nación, como[MCO1] la rampante corrupción, el exceso de gasto, la devastadora crisis por la que atraviesan la salud y la educación, y tantos otros problemas gravísimos, como el desmesurado aumento de los cultivos de coca y la lamentable división que causó entre los colombianos, tildando a unos de amigos de la paz y a otros de enemigos. ¡Qué estupidez más costosa para el país!
La planeada y esperada gloria no le llegó a Santos, ni a De la Calle; tampoco, la adoración de los colombianos. Claro, paradójicamente le fue mucho peor a de la Calle que a Santos, quien, por lo menos hoy tiene el escudito del Nobel de la Paz en su solapa y un futuro de sustanciosos contratos como conferencista internacional. Con toda seguridad, su comprobado cinismo le impide sentir dolor por los múltiples enredos que deja en Colombia.
En la página web de la campaña presidencial de Humberto De la Calle, preparada para atraer votos y voluntarios, quedan muy claros los méritos por los que él creía tener suficientes seguidores para obtener la Presidencia de Colombia.
Lo más importante, los últimos seis años en La Habana, lejos de su familia y su casa, haciendo un trabajo agotador y fastidioso: negociar un tratado de paz con los narcotraficantes de las Farc, la guerrilla más sanguinaria y longeva del continente americano. No negamos que Cuba es un país hermoso, pero carente de todo confort. Los helados del Coppelia y el ron y los Cohiba son deliciosos; las bailarinas del Copacabana y los atardeceres desde el balcón del Hotel Nacional, bellos; las playas, como azúcar en polvo, pero el calor es insoportable; la comida comunista, horrorosa; carreteras, acabadas; pésimas comunicaciones; mosquitos como avionetas; la lista de incomodidades es interminable.
Seis años cargando ladrillo para Santos, quien se llevó el Nobel y los honores internacionales. ¿Qué quedó para él? El colapso total de su candidatura. El país le dio la espalda, (¿se la dio Santos también?). Su Partido Liberal, quedó barrido. Fue una derrota ácida, ¡inimaginable! ¡Qué incongruencia tan verraca! Fue el castigo de un pueblo al que se pretendió ignorar en un momento decisivo de su historia. Santos y De la Calle, un claro caso de planes fallidos.