Hace pocos días el régimen sandinista detuvo a más de cien personas para impedir que se manifestaran en procura de libertad y el cese de la represión.
Aunque tuvo que ceder a las múltiples presiones internacionales, incluyendo las del nuncio apostólico W. Sommertag, lo cierto es que estas prácticas violentas se multiplican en Nicaragua.
En la práctica, esta situación se ha convertido en una especie de carrusel perverso desde hace un año cuando la población se hastió de la opresión y recrudecieron las protestas exigiendo punto final.
Carrusel que el gobierno mantiene activo porque encarcelando -y- liberando manifestantes mantiene una especie de equilibrio funcional con el que pretende anestesiar a los ciudadanos bajo la lógica de que al lograr excarcelaciones a cuentagotas, dejarán de expresarse contra el patriarca.
Por supuesto, estas prácticas no han desanimado ni desanimarán a la coalición opositora Unidad Nacional Azul y Blanco (Unab) que seguirá exigiendo la liberación de todos los prisioneros políticos y el restablecimiento de la democracia.
Exigencias que, si se sopesan adecuadamente, vienen siendo las mismas que hace el presidente Guaidó, en Venezuela, para que cese la usurpación del poder y se abra la transición hacia la democracia.
Dicho de otro modo, la crisis estructural de Nicaragua no puede entenderse como un fenómeno aislado con características exclusivas.
Por el contrario, las causas y la lógica del conflicto nicaragüense son las mismas de Venezuela, o sea, que el origen y la continuidad del problema solo puede explicarse en función de un modelo y un método marxista, en clave chavista, muy propio de la llamada Alianza Bolivariana.
Como hermanos siameses, los dos gobiernos no solo coordinan políticas y tratamientos sino que actúan despiadadamente contra la población, siempre bajo la orientación mesiánica de la Familia Castro que, desde la isla, les inspira con aquella premisa de ‘resistir para persistir’.
De hecho, Ortega ha calcado a la perfección la metodología dilatadora de Maduro y desde hace unas semanas, claramente empujado por la comunidad internacional, se ha mostrado proclive a un diálogo con la oposición.
Diálogo que, como es apenas obvio, ha sido tan intermitente como infructuoso y solo ha servido para dar la falsa impresión de que es un régimen flexible, incluyente, abierto al diálogo y a una solución negociada de los problemas internos.
Sin que se haya requerido mucho esfuerzo, semejante malabarismo se ha puesto pronto al descubierto y ya está suficientemente claro lo que el régimen persigue con tales espejismos.
En concreto, desde el año pasado los muertos ascienden a más de 300, hay casi 700 detenidos y al Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos no le quedó más remedio que pronunciarse sobre la "inaceptable represión de la policía contra ciudadanos que intentan protestar pacíficamente en Managua y otros lugares del país", llamando "al gobierno a poner fin de inmediato a la represión".
Por fortuna, la Unión Europea, siempre tan fraccionada ante lo que sucede en Venezuela, pero en todo caso tan valiosa, ha comenzado ya a ventilar sanciones contra Ortega y L. Almagro, el secretario de la OEA, ha exigido el cese inmediato de la reprensión.
Exigencia que, en todo caso, no es sino la antesala de una discusión de fondo sobre la inminente necesidad de aplicarle a la dictadura sandinista todos los rigores que contempla la Carta Democrática.