De la mayor trascendencia es la declaración del santo Padre Francisco en el sentido de que la pena de muerte nunca es admisible. Contiene esta afirmación dos aspectos muy importantes. En primer lugar, reitera la convicción totalmente conocida de la Iglesia, de que la vida es un don de Dios y solo a Él corresponde generarla y llamarla a su fin a través de las leyes de la naturaleza. En segundo lugar, es un acto de fe en la capacidad humana de redimirse aún en las circunstancias más dramáticas originadas en el pecado y en el abuso de la libertad.
Fusilar, ahorcar, electrocutar, degollar a una persona no deja de degradar a toda la raza humana. Y siempre será una provocación para que el tirano, el gobierno monolítico, la turba irracional procedan contra su enemigo en forma radical, olvidando su condición humana que no desaparece, ni siquiera en el comportamiento más bárbaro.
La Iglesia ha aprendido con los siglos muchas cosas, incluso en medio de sus propias equivocaciones o de su incompleta sabiduría. Y entre aquello aprendido está el valor absoluto de la vida. Y la misma comunidad humana le reclamó a la Iglesia cuando no tuvo esto claro y quizás congenió con la pena de muerte por motivos religiosos u otros distintos. Hoy, sin embargo, y por las vueltas que da la vida, la Iglesia aparece bastante sola en esta defensa total de la vida. No más esta semana hubo disturbios en Buenos Aires porque el Senado se opuso a que sean asesinados niños en el vientre materno por el motivo que sea. Y seguramente la no aceptación de la eutanasia provocada, causará en días no muy lejanos disturbios, que seguramente terminarán en desorden y muerte. No tiene nada de extraño que defensores de la pena de muerte, del aborto, de la eutanasia provoquen desórdenes que terminen en muertes. De eso se trata: de hacer de la muerte un hecho intrascendente y cotidiano, pedido a la carta, un instrumento para “solucionar” problemas.
Si avanza la ideología de la muerte provocada, el mundo se convertirá en un teatro de gente bonita, saludable, sin pecados ni delitos (¿alguien sabe dónde están?), productiva y muy seguramente con pocos niños y pocos ancianos. Una especie de centro comercial moderno. Ante este panorama no cabe duda que la posición de la Iglesia sobre la inviolabilidad de la vida es valiente y certera. Se esperaría que las numerosas instituciones civiles, políticas y religiosas que existen en el mundo se unieran a esta causa realmente humana y de una lógica natural aplastante. Pero no es así. Ello no hace más que incentivar el ambiente violento que hoy se da contra los verdaderos defensores de la vida, es decir, quienes piensan que en realidad la vida es sagrada, no desde que llevan el niño a registrarlo en la notaría y hasta que el abuelo entra a cuidados intensivos, sino desde la concepción hasta que naturalmente el corazón deja de latir. Cuando la Iglesia asume estas posiciones fuertes y decididas se hace profética y más de Dios que nunca. Y todas las críticas y violencias que esto suscita confirman ese carácter.