El Covid-19 obliga a los gobiernos a actuar en escenarios que desbordaron todas sus previsiones sin contar con derroteros seguros para superar el inmenso desafío que el virus implica para la vida y su conservación. Ese desconcierto se acentúa ante la indescifrable naturaleza y componentes del virus que exige asumir riesgos fríamente analizados y ponderados para su detención y erradicación. La inventiva y resiliencia de la humanidad han logrado siempre, no solamente salir airosas de las amenazas que ha confrontado, sino también extraer de sus victorias factores de renovación e innovación que han abonado el progreso de la humanidad. Nos corresponde hoy no ser inferiores a ese legado.
En ese combate es preciso deponer intereses, vanidades y egolatrías, que solo contribuyen a la expansión del flagelo y a la dispersión de esfuerzos y acciones. La defensa de la vida implica, a la vez, procurar su conservación y asegurar los elementos de su subsistencia. Erigir en dicotomía lo uno con lo otro, con inocultable pero también perverso propósito político, constituye la más torpe estrategia hasta para las más insondables y ambiciosas aspiraciones personales. Quienes presentan la preservación de la vida como incompatible con la producción de los bienes que la hacen perdurable, no solo conspiran contra sí mismos, sino que también apuntan a corroer la autoridad del Presidente en momentos que exigen unidad y concertación. Todos los gobiernos intentan afanosamente reabrir paulatinamente las actividades productivas para evitar colapsos de los cuales sus países difícilmente se repondrán. Cada cual lo intenta de acuerdo con sus propias condiciones políticas, sociales y económicas, que implicarán acciones y calendarios diferentes, pero con el objetivo común de superar los efectos de la pandemia.
Carece de sentido la actitud de la alcaldesa de Bogotá de desafío permanente a las decisiones presidenciales, que no ventila en cada ocasión en que es personalmente informada por el presidente, sino con posterioridad, con toda la truculencia que la caracteriza y segura del coro ruidoso de sus correligionarios políticos. Pierde credibilidad y revela una inexperiencia en asuntos de gobierno que no favorecen sus incontenibles aspiraciones políticas. Si se atendieran sus reclamaciones, se apagaría la oferta y demanda de bienes, y se acrecentaría la violencia e inseguridad en una población con hambre y sin ingresos.
Su tarea es velar por el respeto de las normas y protocolos exigidos para las primeras excepciones a la cuarentena general y en esa tarea aspiramos a que sea exitosa. Y puede serlo, si así lo quiere, como lo sugiere su carta del viernes último al Presidente. De no persistir en ese propósito, estaría sembrando incertidumbre y condenada a sumar a su inexperiencia el esoterismo, tan propio hoy de los gobiernos de izquierda en el continente. Todos debemos entender que sin unidad no hay paraíso.