En medio de la cotidianidad y su avalancha de sucesos podemos olvidar que somos agua. Al observarla con cuidado nos damos cuenta que trae claves que nos permiten fluir más armónicamente en la vida.
El agua y sus ciclos son verdaderamente asombrosos: pasa de líquida a sólida o gaseosa sin que cambie su esencia. Siempre es, como gotas de lluvia, vapor ascendente o copos de nieve. Nunca pierde su propio espíritu, pese a los cambios. Igual nos pasa a los seres humanos, si nos damos el permiso: nuestro destino es la transformación.
El agua nace libre en los manantiales y avanza transparente, alegre; canta con un murmullo suave y brinca entre las piedras. No pelea contra las rocas, no lucha contra nada, solo fluye acogida en el lecho que la protege. Ella se deja moldear, en entrega total. Así mismo, nosotros comenzamos nuestra existencia, con la libertad del recién nacido que llora cuando necesita algo, con la tranquilidad del sueño en el regazo de quienes le cuidan. En algún momento aparecen los obstáculos. Pero, a diferencia del agua, que como río los rebasa y rodea, nosotros podemos engancharnos en los problemas de cada día. Si los rodeáramos, en lugar de estrellarnos con ellos, podríamos identificar maneras más eficientes de solucionar los conflictos.
El agua es amorosa y fuerte, siempre fiel a sí misma. Aunque cambie de estado su ser permanece intacto. ¿Qué pasaría si aprendemos del agua a sostener ese amor y esa fuerza, como cualidades complementarias?
Hay otras aguas que transitan como ríos, con ritmo firme, a veces calmado entre meandros, a veces vertiginoso en cascadas; otras aguas tienen movimientos más pausados y parecen dormitar en lagos y humedales. Todo tiene su tiempo. Cuando reconocemos que en medio de la incertidumbre emergen felicidades y miedos, tristezas y asombros, enojos y repulsiones, pero que no somos ninguna de esas emociones, sino que nuestro ser es más grande que todas ellas, podemos regresar a nuestra base, nuestra esencia.
Nuestras emociones vienen, van y seguimos siendo nosotros. Las altas temperaturas calientan el agua, que se torna un vapor ascendente, con total apertura al universo; los entornos fríos incitan al agua a replegarse en sí misma en duras piezas de hielo. De manera similar, nos ensanchamos y contraemos en una danza perenne que nos permite reconocer la impermanencia. Todo llega y todo pasa.
El agua no lucha por apegarse a nada. El río no teme llegar al océano, pues en su sabiduría reconoce que hace parte del todo. La lluvia cae confiada, pues hay una tierra amorosa que la aguarda. Sí, somos agua y podemos confiar en la vida y reconocernos en la Totalidad de la existencia. Así, la vida es más llevadera.
@eduardvarmont