Doce días después del informe final del fiscal especial Mueller, es muy temprano aún para que Trump cante victoria.
Como quedó claro, todavía no se puede afirmar que está exonerado en el delicado campo de la obstrucción de la justicia.
Pero, como también resulta lógico, si él no conspiró ni es culpable de que los rusos hayan usado su ‘poder punzante’ (desinformación) en las elecciones pasadas, ¿qué es entonces lo que Trump podría haber obstruido?
Como sea, lo que él mismo ha interpretado de todo esto con su consabido optimismo efervescente, es que “no hubo conspiración con Rusia ni obstrucción de la justicia”, lo que, sin duda, le dota de un margen de maniobra suficientemente amplio y con el que no contaba desde hace dos años, cuando todo este proceso comenzó.
Por supuesto, ni su energía política, ni su iniciativa estratégica se vieron menoscabadas durante este periodo; pero ahora, ya sin el peso cotidiano de Mueller, Trump podrá remarcar con suficiente holgura que los demócratas radicales solo se ocupan de fastidiar al sistema porque no tienen nada más que ofrecerle al país.
Aun así, tales demócratas no cejarán en el empeño de asediarlo, con todo y que saben que no se trata de un personaje susceptible, ni impresionable, ni mucho menos tembloroso.
De hecho, el jefe del Comité Judicial de la Cámara, el demócrata Jerry Nadler, ha tratado de canalizar la frustración que le produjo el informe Mueller expresando que “el trabajo del Congreso es mucho más amplio que el trabajo del fiscal especial”, sugiriendo con ello que podría llevar todo este asunto hasta el mismísimo ‘impeachment’.
Sin embargo, ¿con qué tipo de pruebas llegarían a semejante escenario, como no fueran las que de modo improvisado surgieran del voluntarismo, la predisposición y animosidad ideológica, propias del radicalismo partidista?
Dicho de otra forma, ¿qué tan lejos podrían llegar los demócratas radicales en su sesgo confirmatorio como para ignorar las conclusiones de Mueller y lanzarse a un juicio político contra el Presidente, asumiendo el riesgo de un efecto paradójico que podría conducirlos al suicidio electoral?
Obviamente, esa tentación de destituir a Trump siempre será muy alta porque, como queda cada vez más claro, se deriva del déficit crónico y estructural que padece la oposición en materia de liderazgo inspiracional.
¿Acaso ellos no saben muy bien que cualquiera de los precandidatos del partido (Biden, Sanders, Harris, O’Rourke, Warren, Kerry, ¡y los otros 21 aspirantes!) está prácticamente condenado a la derrota si se enfrenta a Donald Trump?
Semejante situación es tan evidente y desalentadora que la propia presidenta de la Cámara, Nancy Pelosi, ya dejó claro que “no está a favor de la destitución” por tratarse de un proceso que, a su entender, “divide mucho al país” y que solo se justifica si hay pruebas verdaderamente “convincentes y abrumadoras”.
Consciente de que, aún si la Cámara condenara a Trump, conseguir los dos tercios necesarios en un Senado dominado por los republicanos es prácticamente imposible, Pelosi es la mejor muestra de que, palabras más, palabras menos, la campaña por la reelección de Trump en el 2020 acaba de comenzar.
Y que no parece haber ningún demócrata en capacidad de interponerse.