Me preguntó hace algunos días el senador Iván Cepeda si yo consideraba que los acuerdos de La Habana eran legítimos. Le contesté que eran legales y que por eso los respetábamos, y tratábamos de modificarlos mediante mecanismos legales. Él concluyó que los consideraba legítimos. No es así. Una cosa es la legalidad, y otra la legitimidad. La primera se refiere a si la reconocemos como parte del cuerpo jurídico que nos rige, y otra si nos sentimos compelidos a cumplirla. La legitimidad debiera producirla el haber seguido todos los procedimientos legales y el hecho de que los legisladores, por ser representantes democráticos, deben estar sintonizados con el “sentimiento nacional”. Sin embargo, ninguno de esos dos requisitos se cumplió.
La representación democrática en el gobierno Santos sufrió una de sus peores afecciones. La “mermelada” y el ejercicio autoritario del poder sirvieron para distorsionar las preferencias de los representantes y de las instituciones. Todo el que no apoyara la negociación o los acuerdos era graduado de enemigo de la paz, y estigmatizado como guerrerista. Una falsa narrativa de que quien no acompañaba los acuerdos de La Habana quería la guerra, quería el exterminio, era causante de la violencia impedía el libre ejercicio de la disidencia y el desacuerdo.
A ello se sumaron las dádivas con el presupuesto estatal: mermelada para los congresistas, los medios de comunicación, los mandatarios locales. Llegamos al extremo vicioso de que el propio Presidente pedía el voto favorable de la ciudadanía ofreciendo a cambio inversiones presupuestales nacionales.
Los magistrados de las Altas Cortes -en especial la Constitucional- fueron elegidos con el propósito de garantizar la continuidad de los acuerdos. Aquello me parece una de las más duras afrentas al equilibrio de poderes; rompió la independencia en el juicio de lo constitucional. En vez de someter el juicio de los acuerdos de La Habana a los preceptos constitucionales, se sometió la interpretación constitucional al texto de los acuerdos.
Más aún, la ciudadanía explícitamente rechazó los acuerdos mediante el voto en el plebiscito. Eso tampoco sirvió. Usaron el andamiaje ya explicado y con unos modestos cambios impusieron el grueso de los textos. Fue un momento de inflexión: las instituciones dejaron de ser representativas y democráticas, (afortunadamente solo en lo que se refiere a los acuerdos).
¿Legítimos? No, no son legítimos. Tiene, eso sí, una apariencia de legalidad. Están contenidas en leyes aprobadas con procedimientos aparentemente legales (aunque insisto en que el fast-track era inconstitucional) y blindada por sentencias de la Corte (cuyos magistrados fueron elegidos incluso cambiados con ese propósito). Pero ahí están. Ilegítimos en su contenido y en su forma, pero protegidos por la tenue presunción de legalidad.
Si fuéramos enemigos de la paz -como nos han llamado- entonces podríamos decir, como han dicho, otros que desconocemos esas normas por ilegítimas, que las implicamos, que son inexistentes. Pero nosotros creemos en las instituciones y en construirlas, por eso insistimos en modificarlos a través de las vías legales.
Por eso es tan grave que insistan en que son inmodificables; todo en una democracia está abierto a la discusión. No se entiende cómo pueden modificar el “contrato social” nuestra Constitución para complacer a un grupo violento, en contra de la voluntad de la mayoría. Y menos cómo quienes dicen que la “paz” con ese grupo amerita una negociación, son incapaces de negociar con ese medio país que no somos violentos, pero que existimos, hacemos parte y queremos seguir haciendo parte. De eso se trata. Los acuerdos revestidos de su legalidad son ilegítimos, y su único destino posible, es ser modificados.