Se suicidó recientemente un joven en una universidad. Otro joven que se quita la vida. Se ha incrementado este hecho y en ese rango de población. También hemos empezado a escuchar de suicidios de niños. El de adultos no cesa. En mi modesta opinión, el suicidio de los jóvenes y de los niños es un grito violento de protesta contra el sistema de vida que se lleva en la actualidad. Se ha repetido hasta la saciedad lo que está sucediendo: soledad profunda, la ruptura de los matrimonios o de otras uniones, por más que se les de la apariencia de civilizadas y sin dolor. También los tiene del cuello el mercado de todo que los presiona hasta ser esclavos o de lo contrario los aboca a la angustia. No menor causa es el crecimiento de la vida de estos nuevos seres humanos en unos ambientes sin un mínimo de vida espiritual y casi que forzados a no tenerla, so pena de ser mirados en forma negativa. El suicida grita su dolor con rabia y desesperación.
Todo suicidio encierra un misterio. Sin embargo, está claro por la experiencia de la humanidad, que hay factores que hacen de la vida un bien absolutamente atractivo y de esto dan testimonio la literatura, la filosofía, la teología, el arte, los escritos sagrados, las grandes biografías y la sencilla y encantadora historia de las familias que han sostenido su proyecto de vida a lo largo del tiempo. Todos estos testimonios hacen presente el amor y el cariño, la compañía y la solidaridad, la segunda oportunidad después del error o el pecado, la gratitud con Dios y con la vida, la felicitación, la luz y la esperanza. Y también estos ámbitos del quehacer y del pensar humano dejan dura constancia del poder de la soledad y el juicio, del abandono de la fe en Dios, de las heridas de las familias rotas, de la pérdida de la propia identidad, de las consecuencias de la exposición a modelos de vida claramente destructivos, irreverentes, humillantes, iconoclastas. Es hora de preguntarnos sinceramente por todo lo que está llevando a los jóvenes al sinsentido de la existencia y a su final trágico.
Por diversas razones y sobre todo por muchas apariencias, los adultos de hoy creemos que los niños y los jóvenes ya están “grandes”, cuando en realidad siguen siendo muy frágiles. Por el uso de la tecnología, por sus gustos y aficiones, por su comportamiento grupal, por su lenguaje, por los planes que realizan y por su aparente autonomía, los soltamos de la mano, demasiado temprano y esto es un error garrafal. No pocos de ellos interpretan esto como un abandono prematuro y como ser lanzados al vacío. Los adultos no podemos renunciar a acompañar por largos periodos, a enseñar a vivir una y otra vez, a corregir, a entrenar para los fracasos de la vida, a indicar cómo es levantarse después de la caída y, también, a percibir con potencia la presencia de la Divina Providencia, que conserva la vida y le hace de soporte. Si no nos planteamos en serio el significado del grito de protesta juvenil en forma de suicidio, no queda más remedio que prepararse para la próxima noticia de la muerte de alguien que apenas se asomaba a la vida.