El expresidente Belisario Betancur fue un hombre de cultura universal, como pocos en Colombia. No solo fue un concienzudo político, sino también un amante y promotor de las artes, un serio conocedor de la historia, la literatura y, muy especialmente, la poesía, camino que transitó con humildad, casi en secreto, pues nunca quiso presumir de poeta, aunque lo era en el alma y en la letra.
Sin embargo, lo que más llamaba la atención en él eran su discreción y sencillez. Atendía a un campesino con la misma amabilidad con que atendía a un erudito, a un premio Nobel, a un gobernante.
¡Y, qué memoria la que tenía! Recordaba, sin esfuerzo, nombres, fechas, encuentros interesantes, anécdotas estupendas, datos históricos, párrafos enteros de libros que consideraba valiosos y poesías, las más bellas de la lengua hispana. Las recitaba de memoria, con sumo placer y erudición.
Cualquier momento compartido con él se convertía en tertulia, que podía extenderse por horas que volaban sin uno darse cuenta y, entonces, alguien sacaba una guitarra y tocaba “Alfonsina y el Mar”, su canción preferida, esa bella despedida a la poeta Alfonsina Storni, popularizada por Mercedes Sosa. Y ahí sí que se formaba la fiesta.
Lo conocí en Madrid en noviembre de 1975, al regreso de un viaje por Kenia con mi madre, quien había sido invitada por Jomo Kenyatta a la celebración de los 12 años de independencia del país.
Sucede que nuestro hotel, en Madrid, extravió el pasaporte de mamá y tuvimos que solicitar en la Embajada un pasaporte nuevo. Belisario, embajador por esos días, amablemente nos atendió y, como era fin de semana, nos invitó a hacer un recorrido por Toledo, Segovia y Ávila, lugares bien conocidos por nosotras, pero que con él redescubrimos de una manera maravillosa. Cada calle, rincón, esquina, de estas deslumbrantes poblaciones, adquirió un nuevo colorido con las anécdotas e historias contadas por nuestro anfitrión. En Segovia compartimos con Cándido López Sanz, “Maestro Asador”, un cochinillo inigualable.
Fue una amistad inmediata. Gocé desde entonces de sus inteligentes consejos y valiosos comentarios sobre mis escritos o planes, y de sus alabanzas, seguramente inmerecidas, que dichas con su acento paisa que tanto me recordaba el de mi padre, siempre me emocionaban. Era sorprendente cómo lograba tener el tiempo para tantos que pedían su consejo o ayuda, en medio de una vida plena de actividades.
Durante su presidencia, 1982-1986, el destino le deparó algunos de los momentos más dolorosos vividos por Colombia en la segunda década del Siglo XX. La toma del Palacio de Justicia por el M19, la catástrofe de Armero y el terremoto de Popayán. Lo vi profundamente conmovido, apesadumbrado. En esos años encaneció.
Hoy, llena de memorias, lo despido. Atesoraré las hermosas cartas que me escribió luego de leer algunos de mis libros, y aquellas que me consolaron cuando murió mi hermano Rodrigo y, la última, cuando partió Mariano. Todas escritas de su puño y letra, con una elegante rúbrica, algo ya poco visto. ¡Qué caballero!
El 3 de diciembre presentamos en la Academia de Historia de Bogotá, su saludo enviado con motivo de la presentación de mi ponencia “Fernando Mazuera un triunfador”. Quizá la última grabación que hizo. ¡Conmovedor! Adiós querido y bondadoso amigo. Para su bella familia mi más sentido abrazo.