Ingenuamente llegamos a pensar que el burro Maduro, en un instante de lucidez, y ante la magnitud de la votación en su contra -porque la cosa era por él o contra él- iría a terminar aceptando la derrota y volando plácidamente en tapete persa hacia Persia, con sus alforjas repletas de oro y dólares, para completar las caletas que ya tiene escondidas en la arena, con todo lo que se ha robado, y dedicarse a vivir cual jeque árabe el resto de su miserable existencia. Pero no. Decidió darse otro tiempito para acabar de saquear las arcas de un país que era el más rico de Latinoamérica y que entre Chávez y él convirtieron en uno paupérrimo, desde donde la gente tiene que emigrar para proteger su libertad, seguridad personal y supervivencia.
Pensó el burro que, inhabilitando a la carismática Corina, se tiraría en la alternativa de la oposición, pero nunca imaginó que el elegido iría a ser “el que dijera Corina”, por muy Edmundo que tuviera por nombre, y se le creció el enano, legítimo contradictor electoral. Y entonces no le quedó más remedio que recurrir al viejo truco del fraude, que suele funcionar de maravillas en las dictaduras, sin reconteos, sin necesidad de mostrar los tarjetones o actas electorales, sin que importara que las matemáticas no cuadraran a la hora de repartir el 100% entre el universo de candidatos en contienda.
Todos sabían que en el reino de las dictaduras la pelea iba a ser dispareja, como entre “tigre y burro amarrado”, pero con la particularidad de que en nuestro caso los términos se trocaron, como para enredar a Raimundo y a todo Edmundo: el tigre resultó ser el propio burro. Y así se fraguó el fraude del siglo, no obstante resultar casi el 70% de votos para la oposición y menos del 30% para la “deposición” del burro. Y los ocho millones de exiliados venezolanos regados por todo el mundo llegaron a soñar con la libertad y la democracia y pensaban llenar sus maletas de ilusiones para regresar a su Patria con la idea de reencontrarse con sus familias y empezar de nuevo el camino de la vida truncado por el perverso socialismo del Siglo XXI.
A nuestros 22 millones de hermanos venezolanos supérstites in situ no les queda otro remedio que lanzarse a las calles a protestar y a recibir plomo venteado, hasta que el Padrino, sus soldados y secuaces -colectivos de sicarios propios y cubanos- se agoten después de 20 mil disparos mortales y, por fin, se rindan, depongan las armas, se entreguen a la ciudadanía y el burro salga a las volandas para el desierto antes de que la justicia popular lo capture y lo encierre en las mazmorras donde mantiene a sus presos políticos. Y entonces ya no podría disfrutar de su botín, por terco, por ambicioso, por burro, y añorará los tiempos en que se ganaba la vida como chofer de bus, tranquilo, trinando cual pajarillo, antes de tener que manejar entre las peligrosas curvas de la infamia.
Post-it. Lo debe estar pensando seriamente nuestro dictador pétreo antes de abrazar o despreciar a Maduro, en el curso de la presente “Vorágine”, para que no le ocurra lo del personaje Arturo Cova de la novela: “Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna (sic), jugué mi corazón al azar, y me lo ganó la violencia”.