Las consideraciones que, con un sentido crítico, hemos venido exponiendo no recaen sobre el proceso de paz en sí mismo sino que se refieren a la manera como el Estado ha venido plasmando en normas jurídicas, por la vía del "fast track", el contenido del Acuerdo Final (A.F.) suscrito entre el Gobierno y las Farc.
Pero los errores vienen de antes. Sin estar obligado, el Presidente de la República convocó un plebiscito, no sin antes tramitar una reforma legislativa con el objeto de reducir a 13% el umbral exigido para su validez.
Empero, dadas las equivocadas decisiones de confundir el valor de la paz con un voluminoso documento (297 páginas) firmado en Cartagena el 26 de septiembre de 2016, no suficientemente divulgado –y, en consecuencia, votado por muchos a ciegas-, y de polarizar al país señalando a los críticos de ese documento como enemigos de la paz, triunfó en las urnas la opción negativa. Ganó el No por escaso margen, pero ganó. Un hecho cierto, certificado por la autoridad electoral, que no ha debido ser desconocido.
Se había reformado la Constitución mediante el A.L. 1/16, cuyo artículo 5 supeditaba su entrada en vigencia a la refrendación popular del A. F.
Como es natural, el A.F. ha debido ser renegociado. Ante un texto materialmente distinto, no habría sido necesario otro plebiscito porque las bases habrían sido diferentes, y cabían otras opciones como un referendo o una asamblea constituyente. No se procedió a ello, y se prefirió agregar trece páginas al texto negado, sin tocar su fondo (se firmó en Bogotá el segundo A.F. el 24 de noviembre de 2016), para después llevarlo a "refrendación", no del pueblo -como lo exigía el A.L.- sino del Congreso, que lo aprobó sin leerlo. Y la Corte Constitucional, en incomprensible sentencia, pareció dar a entender que el voto del Congreso no tenía solamente el valor de un control político sino el de una "refrendación popular", aunque, a la luz de la Constitución, el Congreso carecía de facultades para ello.
El A.L. 1/16 entró, pues, en vigor sin que se cumpliera el requisito establecido en su artículo 5, y por tanto comenzaron a ser aplicadas sus disposiciones especiales: a) Un procedimiento simplificado (que dieron en denominar “fast track”) para la aprobación de leyes y reformas constitucionales por el Congreso con miras a la implementación del segundo A.F.; b) Facultades extraordinarias otorgadas al Presidente de la República para expedir decretos con fuerza de ley.
Siguieron los errores del Gobierno y del Congreso durante el proceso de implementación. Y se mantuvo -o se profundizó- la polarización del país, entre buenos y malos. Siendo los buenos, según el Ejecutivo, los que apoyaran sin discutir todas sus iniciativas, y los malos quienes formularan reparos o críticas, o expresaran discrepancias. Estos últimos eran -y se adelantó toda una campaña mediática al respecto- los “enemigos de la paz”.
El “fast track” no solamente implicaba reducir los debates a la mitad sino la obligación, para los congresistas, de votar en bloque abultados proyectos, sin iniciativa y sin posibilidad de introducir modificaciones a los textos, a menos que se contara con el permiso del Gobierno.
Fueron muchas las normas aprobadas en sustitución o vulneración de la Carta Política. Se quiso convertir el Acuerdo en norma supra constitucional, o en Tratado Internacional. Se buscó hacer el Acuerdo inmodificable. Normas, y más normas. Los jueces llegaron a ordenar la expedición de actos reformatorios de la Carta. Y la Corte Constitucional profirió sentencias ambiguas. Todo lo cual hizo del orden jurídico colombiano, a lo largo de este año, un verdadero maremágnum. Continuará.