EL 19 de marzo el Gobierno tomó dos medidas que la ciudadanía esperaba con impaciencia y preocupación. Por una parte, expidió el decreto 418 de 2020, por medio del cual hizo uso de sus competencias constitucionales al asumir la dirección del orden público con el objeto de prevenir y controlar la propagación del Covid-19 el territorio nacional, y de mitigar sus efectos en la población colombiana. El mismo día, decretó el cierre del aeropuerto de El Dorado por un término inicial de 30 días, por el que clamaban los colombianos conscientes de las fallas protuberantes que se evidenciaron en el control sanitario de los pasajeros nacionales y extranjeros.
Por medio del decreto dispuso que las instrucciones, actos y órdenes del Presidente de la República en materia de orden público, en el marco de la emergencia sanitaria por causa del Covid-19 se aplicarán de manera inmediata y preferente sobre las disposiciones de gobernadores y alcaldes, y que los actos de éstos deberán ser previamente coordinados y estar en concordancia con las instrucciones del presidente de la República. De esa manera introdujo orden y coordinación entre las autoridades nacionales, departamentales y municipales en el manejo de la crisis sanitaria que hoy sacude al mundo y que amenazaba desbocarse por la cantidad de disposiciones diversas que afanosamente decretaban gobernadores y alcaldes ante el inminente peligro del desbordamiento del contagioso virus.
Con el mismo espíritu y en aplicación de las normas constitucionales que le asigna responsabilidad en el manejo del orden público, ordenó el cierre transitorio del El Dorado, que por omisión de la sociedad administradora se había convertido en vena rota para la difusión del virus entre los nacionales y residentes en el país, como bien lo señalaron oportunamente la Procuraduría y la Contraloría.
El Covid-19 es hoy una amenaza, cierta, actual y letal que se cierne sobre los colombianos y compromete la responsabilidad de las autoridades en el ejercicio de sus competencias y la colaboración ciudadana para mitigar sus efectos y erradicar su propagación. En esa tarea no es posible dudar ni temporizar ante su presencia, ni hacer caso omiso de la experiencia de otras naciones que tardaron en adoptar las medidas necesarias para contener la expansión de ese flagelo mortal.
Su superación exige buen juicio, sentido de la oportunidad en la toma de decisiones, coordinación entre las distintas autoridades territoriales y colaboración eficiente de la ciudadanía, la que corresponderá por la confianza que despierte la acción de las autoridades. Mal hacen los que pretenden beneficios políticos de la situación que confrontamos. No están en juego aspiraciones de poder, sino la vida misma de los colombianos, y ella exige solidaridad de todos porque solo el acierto de las acciones requeridas nos permitirá sobrevivir como nación.