Hoy el Santo Padre canonizará en Roma a quien fuera arzobispo de El Salvador, Monseñor Oscar Romero. Fue asesinado en medio de un ambiente de ultra derecha que dominó a ese país en años recientes y este obispo fue un duro crítico de ese sistema y sus abusos de poder. La exaltación a los altares de este buen hombre, comprometido de lleno con la suerte de su pueblo, es un mensaje -otro más- de cuál es la idea que el Papa Francisco tiene de la Iglesia y de la vivencia de la fe. Esencialmente una Iglesia que sale al encuentro de los verdaderos problemas de la gente y una fe que se traduce también en compromisos políticos para liberar pueblos enteros de la opresión y la injusticia. Nadie le perdonaría a un obispo como Romero que hubiera permanecido encerrado, esperando que todo cambiara por arte de magia, mientras su gente era violentada en todas las formas posibles.
El modelo de Iglesia que vivió encerrada, que se enredó en mil disputas teológicas casi que sin sentido, que adoptó una línea de disciplina interna férrea y asfixiante, que vivía obsesionada con la perfección litúrgica, que hizo de Roma una especie de aparente sucursal del cielo y sus poderes, se ha venido cayendo a pedazos en los últimos años. Por dentro las cosas estaban muy mal. Y estamos cargando, todos, las consecuencias de ese modelo que, innegablemente, afectó a muchos hombres y en buena medida se alejó de Dios, aunque hablara mucho de seguirlo a Él y de estar al servicio de aquellos. Ahora, con Francisco, se ha propuesto otro modelo de Iglesia. Y con cierta vanidad podríamos decir que este Papa ha puesto a la vista el modelo de Iglesia que ha florecido en América Latina y quizás en África y Asia. Una Iglesia untada de gente, sin miedo a cantarles la tabla a los tiranos, una Iglesia de los barrios, conmovida por los pobres y, en buena medida, una Iglesia pobre sin más recursos que su fe y su palabra.
Un modelo estereotipado de santidad nos hacía pensar en hombres y mujeres dedicados solo a la oración, con la mirada un poco perdida, con temas de ayunos médicamente muy cuestionables y quizás con estigmas y cosas parecidas. Los santos exaltados en los últimos años nos muestran cosas diferentes. Pablo VI, también canonizado hoy, el que le plantó cara a las ilusiones falsas de nuestra época; Juan XXIII, el que le quitó a la Iglesia el olor a museo; Laura Montoya, la que evangelizó a los indígenas sin arrasarlos; Oscar Romero, el que hizo de su fe un puente con su pueblo y no un medio de escape de nada. Santos y santas de carne y hueso, como de carne y hueso fue la obra de la redención en Cristo, quien se hizo presente en la tierra, no como ángel o espíritu, sino como verdadero hombre y conoció como nadie las verdaderas luchas de los hombres y mujeres de siempre. En hora feliz el Papa Francisco le regala a la Iglesia nuevos modelos de santidad que se pueden parecer mucho al cristiano de a pie, que tiene todo para ser santo, como lo ha pedido Jesús: “Sean santos, como santo es su Padre celestial”.