El pasado 7 de diciembre la Corte Internacional de Justicia resolvió en el Palacio de la paz de la Haya una petición de medidas cautelares dentro de una controversia entre la República de Azerbaiyán y la República de Armenia en relación con las presuntas violaciones de la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial firmada el 21 de diciembre de 1965.
Concretamente Azerbaiyán solicitó, entre otras cosas, que Armenia adoptara las medidas necesarias para impedir eficazmente que las organizaciones que operan en su territorio incitaran al odio racial y a la violencia de carácter racista contra los azerbaiyanos, y cesara inmediatamente y se abstuviera de incitar a la publicación en Twitter y en otras redes sociales o en los medios de comunicación tradicionales de discursos de odio, fraudulentamente atribuidos a figuras públicas o a personas privadas azerbaiyanas.
Al respecto la Corte adoptó por unanimidad las siguientes medidas provisionales: i) “La República de Armenia, de conformidad con las obligaciones que le incumben en virtud de la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial, adoptará todas las medidas necesarias para prevenir la incitación y el fomento del odio racial, incluso por organizaciones o particulares en su territorio, contra personas de origen nacional o étnico azerbaiyano”; ii) “Ambas Partes se abstendrán de cualquier acto que pueda agravar o extender la controversia ante la Corte o dificultar su solución”.
Más allá del alcance específico de la decisión aludida, que los expertos en derecho internacional seguramente examinarán en detalle en los escenarios que les son propios, o incluso de las particularidades de la relación de Colombia con la Corte en los asuntos que la atañen, vale la pena destacar la relevancia del tema abordado por la Corte Internacional de Justicia y el mensaje genérico que de la misma se desprende para los responsables gubernamentales del mundo entero.
Mensaje que se amplifica en tiempos en los que en numerosos países los discursos de odio se han convertido en herramienta casi corriente de las confrontaciones internas y, en especial de las controversias políticas, facilitados por las características de los mensajes transmitidos en las redes sociales y por la inacción, o en todo caso muy débil respuesta tanto de los operadores de las mismas como de los gobiernos frente a los desbordamientos de toda índole, ataques y falsas noticias que en ellas se producen y propagan vertiginosamente. No en vano se han escuchado denuncias como la de Frances Haugen, exempleada de Facebook, que asegura que el algoritmo de la red social estimula discursos polarizadores e incitadores al odio, al tiempo que la compañía antepone el beneficio económico a la seguridad y el bienestar de los usuarios, así como al interés general de la sociedad.
La decisión de la Corte vuelve a poner sobre el tapete la necesidad urgente de buscar alternativas regulatorias que permitan superar el falso dilema, al que la señora Haugen aludía en su comparecencia ante el Senado de los Estados Unidos, entre contenidos extremos y divisivos y libertad de expresión, entre supervisión pública y privacidad personal, para construir redes sociales más seguras, que se pueden disfrutar más y que no contribuyan a la generación o a la agravación de disensos sociales y en particular a la propagación de discursos discriminatorios y racistas como los que dieron origen a dicho pronunciamiento.
@wzcsg