VICENTE TORRIJOS R. | El Nuevo Siglo
Martes, 16 de Abril de 2013

Síndrome de Estocolmo

 

Generalmente,  cuando se negocia con terroristas, se presenta una especie de "síndrome de Estocolmo" implícito. Como los terroristas suelen elegir a los miembros más destacados del Establecimiento (por alcurnias, dinastías, delfinazgos) para negociar sin correr el riesgo de que los acuerdos terminen siendo rechazados por la población, recurren a cantos de sirena con los que endulzan el oído de quienes, originalmente, eran verdaderos caballeros, dueños de honor intachable en la lucha contra el crimen.

A sabiendas de que esos herederos del trono están poseídos por la obsesión de continuar y perfeccionar la obra (siempre inconclusa) de sus ancestros, a los maleantes les resulta sumamente fácil seducirlos con la idea de que se convertirán en los grandes pacificadores de la patria y que, al lograr el bien sublime de la paz, nadarán en ríos de gloria, sécula seculorum.

Al atraerlos a la negociación y comprometerlos con un proceso, los criminales convierten a los gobernantes en rehenes porque, tarde o temprano, su suerte política queda en manos de lo que hagan o dejen de hacer los malhechores.

Como por arte de magia, los adversarios de antaño pasan a ser los mejores aliados de los gobernantes y la necesidad de lograr un acuerdo que pueda exhibirse al mundo entero entre bombos y platillos supera cualquier expectativa y se convierte en la razón de ser de aquel que aspira a perpetuarse, ser premiado y recompensado con muchos años más gozando de las mieles del poder.

Atenazados por la inercia del proceso, los herederos del trono se niegan a aceptar las evidencias y se declaran incapaces de dar marcha atrás, de tal modo que cualquier crítica constructiva destinada a abrirles los ojos se convierte en herejía y la sola posibilidad de cancelar las negociaciones pasa a ser sinónimo de sacrilegio.

Presas de ese "síndrome de Estocolmo" del negociador, los gobernantes no solo llegan al extremo de honrar al victimario y minimizar sus atentados sino que condenan a las víctimas y señalan a los demócratas opositores como "enemigos de la paz", "palos en la rueda", "zancadillas del proceso" y promotores de "ruido de sables".

Paranoia, al fin y al cabo.  Semántica del miedo, en todo caso.  Enfermiza incapacidad de aceptar que cada día se hunden más y más en el mar de la permisividad, la impunidad y la complicidad que, tarde o temprano, los pueblos terminan rechazando con suficiente templanza y rectitud.