VICENTE TORRIJOS R. | El Nuevo Siglo
Martes, 30 de Julio de 2013

Infinitud

 

El calor agobia, el ruido, la gran cantidad de gente, el parloteo, las tiendas y la sensación de que ya está muy cerca el punto crítico, el no retorno, el símbolo del dolor humano con impacto global. Caminas lentamente, a la espera de ver algo de lo que antes rascaba el cielo y te imaginas a los miles de personas que convivían a diario, piso a piso, flotando sobre Nueva York. La temperatura sube aceleradamente, algunos se exasperan, los policías piden paciencia y muchos tratan de recordar, rendir homenaje, solidarizarse y no perder de vista que las víctimas son la razón de ser de las sociedades afectadas por el terrorismo.

Puesto que un buen ejercicio de memoria no puede servir para honrar al victimario y premiarlo por los horrores cometidos, las víctimas no mueren: viven entre los que a diario acuden a rendir honores o, simplemente, a refrendar su vocación democrática, cada día más escasa. Así, a medida que te acercas, la congoja crece pero el recuerdo anima y las ideas se aclaran. El ruido cesa, la brisa corre, el calor se diluye y entras al jardín, al bosque del tributo, hasta llegar al borde de las gigantescas piscinas de la infinitud que se hunden en donde antes se erguían las Torres Gemelas. Infinitud porque no ves el fondo, porque el agua brota y cae al agujero negro de la desdicha, del sufrimiento. Las Torres siguen derritiéndose, la aflicción no termina. Pero la ilusión de vida es más fuerte.

O sea, infinitud porque la vida no solo vuelve sino que se refuerza. Los árboles que crecen, la gente que se abraza, los niños que de la mano de sus padres aprenden a valorar la democracia, les dan sentido a los centenares de nombres inscritos en bronce alrededor de las piscinas. Y ahí, justo al lado, refrendando la voluntad de lucha, la tolerancia cero y la indeclinable voluntad global para derrotar al terrorismo, se erige la nueva Torre de la Libertad, el One World Trade Center, un verdadero espectáculo de resiliencia y prosperidad.

En definitiva, el dolor jamás desaparece, pero sólo tiene sentido si se pone al servicio del vigor, de la fuerza y de la firme voluntad de derrotar y no premiar a los criminales que -cada vez con mayor habilidad político militar- quieren apoderarse de la democracia en todo tiempo y lugar.