En alguna ocasión Jesús dijo a otra persona que era necesario volver a nacer. Este, de seguro un materialista dialéctico, le preguntó cómo podía volver uno al seno materno. El Evangelista no lo dice, pero seguro que Jesús lo miró con cierta ternura y lo llevó al campo de pensamiento abstracto para que entendiera algo.
En realidad, la propuesta de Jesús es la única esperanza que se presenta muchas veces en la vida: volver a nacer. Para ello, menester primero es morir. El hombre viejo y el hombre nuevo, imagen muy querida por la Sagrada Escritura. También ilustra Jesús este proceso con la imagen del grano de trigo que, si no cae en tierra y muere, queda infecundo, pero si muere da muchos frutos.
Este tiempo de navidad, que comienza realmente el 25 de diciembre, nos hace pensar que Jesús vuelve a nacer, pero realmente ya nació y ahora celebramos el hecho litúrgicamente. Pero morirá y volverá a nacer después de su pasión, muerte y resurrección. También el hijo de Dios volvió a nacer y de qué manera invencible y gloriosa.
La teología cristiana ha sostenido desde siempre que el hombre debe morir al pecado para vivir para Dios. Pero en la práctica es usual que se desee a Dios sin dar el primer paso de dejar de ser esclavos del mal. Creo que en esto radica en buena medida esa sensación que a veces nos agobia a todos y que consiste en sentir que nada cambia. Y así será mientras no se rompan los lazos que atan al ser humano a las fuerzas opuestas a Dios. Es como si una persona quisiera tener éxito económico después de caer en quiebra haciendo lo mismo que lo llevó a la quiebra. Ni modo.
Nos movemos hoy en unas aguas muy tibias y turbias. La turbiedad presentada como normalidad y la tibieza como estado de vida. La verdad es que no tiene vida nueva el que no rompe clara y definitivamente con las fuerzas del mal, cualesquiera ellas sean. Pero el que se decide a clausurar todo vínculo con el pecado verá inmediatamente aparecer ante sí un mundo nuevo, un hombre nuevo, una mujer nueva, en esencia, un ser libre. Basta simplemente con pensar por un momento cómo era cada uno de nosotros en su interioridad al nacer para darse cuenta cómo las impurezas de la vida nos han marcado continuamente y nos han esclavizado.
Dos nacimientos se dieron en la vida de Jesús: el primero, en Belén, de la Virgen María para entrar en este mundo terrenal. El segundo, no lejos de Jerusalén, en un huerto, como el viejo Adán, para entrar en la eternidad a través de la resurrección gloriosa. Todos los que podemos leer estas letras ya dimos el primer paso, el de nacer para este mundo. Estamos llamados a nacer para el reino de Dios, muriendo ya a nuestras imperfecciones tan notables y finalmente abandonando este mundo que pasa y pesa.
Quisiéramos pensar que estos días de Navidad, la celebración del nacimiento de Cristo, sea una provocación para desear una vida distinta a partir de nuestra capacidad de morir a nuestra vejez existencial que carga tantos y tantos residuos contaminantes y contaminadores. Para la eternidad, para la libertad, para Dios, no hay camino diferente al morir a nosotros mismos pues somos muy limitados y pequeños y dar campo al Espíritu que es Señor y dador de vida. ¡Que Cristo nazca de nuevo en hombres y mujeres que ya volvieron a nacer!