Este año y medio ha sido una pesadilla para todas las instituciones. En el mundo y desde luego en Bogotá.
Aquí en Bogotá el liderazgo de los espectáculos culturales -no los del entretenimiento- corre por cuenta, casi exclusivamente del Teatro Mayor. Un liderazgo, no me canso de decirlo, sin antecedentes en la pomposamente llamada Atenas suramericana. Eso, tiene nombre: Ramiro Osorio, que en lo suyo, salvo por el nombre de su camarada del Iberoamericano de Teatro, Fanny Mikey, no tiene rivales. Porque aquí la dirección de los teatros es una de las entretenciones favoritas -excluyo de esa categoría a Luz Stella Rey que en eso era una profesional- de quienes todavía creen que, teatros y auditorios, son la extensión rutilante de los salones de la vida social criolla.
En lo musical, ese protagonismo corre completamente por cuenta de la Orquesta Filarmónica. Que las tiene de cal y arena, pues por más años de lo tolerable también ha pasado por manos inexpertas, que no han conseguido entender de qué es que va el asunto. Cuando la orquesta ha estado en esas manos, no ha pasado nada. Bueno, nada salvo devengar el sueldo: ni una iniciativa, o al menos ninguna digna de ser recordada.
La historia de la Filarmónica ha tenido tres capítulos que merecen ser recordados. El primero corresponde a su creación y consolidación como el primer instrumento sinfónico del país, cuando la dirigió Raúl García, que a la hora de la verdad fue su creador, o el más visible de sus fundadores. Al segundo corresponde su expansión como sistema, que fue liderado por David García. Durante esa época la Orquesta casi logra el sueño de una sede, pero un alcalde lo impidió. El tercero tiene de nuevo a David en la dirección, que ha capoteado los malos tiempos con derroche de imaginación, porque la sede, eternamente temporal, el Auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional cerró puertas para adelantar trabajos de remodelación.
En medio de semejante crisis, como si quisiera la orquesta decirle a la ciudad, aquí estamos y aquí seguimos, los músicos en un proceso democrático tomaron la decisión de entregarle la titularidad al sueco Joachim Gustaffson.
Su debut ocurrió la tarde del pasado sábado en el escenario, claro está, del Teatro Mayor.
Debut “Heroico”
El sueco Gustaffson tiene por delante el reto de borrar de la memoria, tanto del público como de la orquesta, el mal sabor que dejó su antecesor, el español Joseph Caballé, que no dio la talla, ni musical ni personal, razón por la cual fue inminente su renuncia antes del final de su contrato.
Tiene a su favor una trayectoria seria, la confiablidad de profesionalismo que, eventualmente proporciona su nacionalidad. Es un nórdico, asunto que por estos lares nos tomamos tan en serio como si de entrada fuera una carta de garantía; es director titular de la Sinfónica de Borás, director artístico del Festival Tommie Hagliund, miembro de la Opera de Dinamarca y profesor invitado de la Royal Danish Academy of Music.
Su debut dejó flotando en la atmósfera del Mayor que se trató de toda una declaración.
Por una parte, la fecha. Casual, o deliberado, resultaba imposible dejarla pasar inadvertida: la celebración de los 483 años de la fundación de Bogotá, por suerte no se les ocurrió a los vándalos que, derriban estatuas, convierten en muladares y mingitorios los pocos monumentos de la ciudad y llenan de mamarrachos lo que se les traviesa por el camino -como que nadie se atreve a decirles que para el arte son negados los pobres- aparecerse en el Mayor para arruinar una de las pocas manifestaciones de belleza que tratan de renacer en esta pobre ciudad: alguna ventaja tenía que tener la locura de construir el teatro en los extramuros.
En segundo lugar hubo una declaración de nacionalismo al abrir con música de su país, Dos melodías folclóricas suecas de su compatriota Johan Svendsen (1840- 1901), que es para los suecos lo que Grieg para los noruegos. Los filarmónicos respondieron a su nueva cabeza recorriendo la música con cuidado, siguiendo escrupulosamente lo que Gustaffson indicaba desde el podio, con un par de instantes de brillantez que el público, en su inmensa mayoría oyendo la obra por primera vez, supo retribuir.
La tercera declaración fue la obra de fondo, la Sinfonía nº3 en Mi bemol mayor op.55 “Heroica” de Ludwig van Beethoven. En primer término, habla bien de la seriedad de Gustaffson convertir la “Heroica” en su carta de presentación, porque es una de las sinfonías más populares de todos los tiempos, así en Bogotá no se la interprete tan a menudo como se podría imaginar. También porque de las nueve sinfonías es la primera que es en sí una declaración, es una partitura que se escapa de los convencionalismos sociales de su tiempo -diría uno que muy acorde con la esencia misma de la Filarmónica, una orquesta anti-élites en su esencia- y, probablemente, la primera sinfonía libre de la historia, escrita por Beethoven sin tener en cuenta las expectativas de quienes la oyeron por primera vez en 1804: con la dedicatoria a Napoleón, o sin ella, Beethoven doblegó la materia musical hasta lograr encajarlo entre los cuatro movimientos del sinfonismo clásico, pero sembrando el camino de gestos rebeldes y contestatarios, que sus contemporáneos, desde luego no lograron entender más allá de algo muy complejo en la música y una extensión desmesurada para su tiempo. Gustaffson se tomó en serio ese compromiso.
La dirigió lo suficientemente clásica, porque la partitura así lo sugiere, pero también con ciertos relámpagos de rebeldía, como ocurrió a la altura del final del final de la Marcha fúnebre, en la fogosidad brillante del Scherzo y la manera caleidoscópica como hizo el Finale, es decir, dejando en el aire esas aparentes contradicciones que, eventualmente, podrían derivarse de la complejidad misma del final.
El público, bueno, digamos que, por andar bajo de entrenamiento en los protocolos, no los de seguridad, sino los de la tradición, resolvió aplaudir entre movimientos. Habría sido mejor con los silencios entre movimientos.
Bien por el Mayor y bien por la Filarmónica en este regreso a los ruedos