Gente. Las ciento treinta…y cinco noches de “La Divina” | El Nuevo Siglo
FINAL de la Sonnambula de Bellini, Scala, 1955. /Foto Teatro Scala
Sábado, 2 de Diciembre de 2023
Emilio Sanmiguel

A María Callas la apodaron “La Divina” para intentar explicar la naturaleza sobrehumana de su arte. Hoy, 2 de diciembre, el mundo celebró el centenario del nacimiento de la cantante de ópera más famosa e importante de su tiempo, cuyo mito llega hasta nuestros días, casi medio siglo después de su muerte, que ocurrió el 16 de septiembre de 1976 en su casa de la avenida Georges Mandel de París.

A la salida de su funeral, cuatro días más tarde, el público apostado en la parte de la catedral ortodoxa Alexander Nevsky resolvió darle una última ovación. ¡Viva Callas! se oyó en medio de los aplausos que interrumpieron el silencio mientras el carro mortuorio se alejaba por la Rue Daru. El 3 de septiembre de 1979, siguiendo sus instrucciones, sus cenizas fueron esparcidas en el mar Egeo.

Porque, aunque nació en Nueva York, el 2 de diciembre de 1923, Cecilia Sophia Anna María Kalogerópolus era griega. Hasta la médula, Hija de inmigrantes, su padre resolvió cambiar su apellido a Callas, para facilitar las cosas. Tras el divorcio de sus padres, Evangelia, su madre, regresó a Atenas con sus dos hijas, Jacquie, la mayor con cierta facilidad para el piano y María, cuya voz ya sugería ser excepcional. Allá, instada por la ambición ilimitada de la madre, inició su formación como cantante, que como todo lo que tiene que ver con su vida, es un capítulo más de su leyenda.

Su primera maestra, María Trivella, intuyó su talento, que luego fue desarrollado, en el Conservatorio de Atenas por su segunda maestra, Elvira de Hidalgo, una soprano española que, por cuenta de la guerra, se instaló en Atenas y puso todo de su parte para desarrollar al máximo el talento de esa muchacha, medio desgarbada y con sobrepeso, pero dueña de una disciplina espartana y con una dedicación sin precedentes.

Después de atesorar una importante experiencia en los escenarios de su país, un poco para liberarse del yugo ambicioso de su madre, regresó a Nueva York a casa de George, su padre. Tuvo ofertas de trabajo, una muy tentadora, hacer Fidelio de Beethoven en la Metropolitan Opera House. No se dejó tentar; prefirió esperar, hasta 1947, cuando Giovanni Zenatello le ofreció debutar internacionalmente con La Gioconda de Ponchielli en la Arena de Verona, tal y como ocurrió el 3 de agosto de ese mismo año, dirigida por el legendarioTullio Serafin. Con él, cuatro meses después, hizo Tristán e Isolda de Wagner en La fenice de Venecia. Así, poco a poco empezó su carrera en Italia.

Serafin, que sabía de la tradición de la ópera italiana como pocos en su tiempo, intuía que tras la voz de esa mujer había mucho más que canto. Lo comprobó a inicios del 49 cuando la instó a cantar I puritani de Bellini, una ópera del bel canto. Comprobó lo que intuía, que Callas era un fenómeno vocal que no aparecía en la escena desde mediados del s. XIX, una soprano sfogato, una ilimitada que podía hacerlo todo, sobre todo el repertorio del primer tercio del siglo XIX, cuando las voces con condiciones dramáticas podían cantar con inverosímil agilidad.

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Guiada por Serafín, fue la encargada de renovar la tradición y enriqueció su arte con la actuación. De un momento a otro hizo que sus colegas parecieran sólo cantar y no hacer de la ópera una experiencia teatral.

A lo largo de su meteórica y muy breve carrera, tal vez unos 12 años, María Callas sacó el espectáculo de la rutina y el aburrimiento en que estaba desde hacía décadas. El público la adoró. Es probable que durante las 535 funciones de ópera que cantó a lo largo de su carrera, en 43 personajes, todos protagónicos, ninguna haya dejado al público sin algo qué decir. También es cierto que, durante las mismas, siempre, como si de una Scherazada de la escena se tratara, agazapado entre el público no hubiese al menos un espectador deseoso de degollarla.

Callas siempre creyó que había que darlo todo en escena, que era necesario hacerlo con honestidad y que el respeto por la nota impresa, es decir, por el compositor, no era negociable. Pensaba que había que escalar la cumbre, musical y dramatúrgica, en el último acto pues de lo contrario todos los esfuerzos habrían sido en vano.

De tantas grandes noches, estas cinco, casi escogidas al azar, permiten acercarse al mito de “La Divina”.

 

Macbeth en la Scala (Diciembre 7 de 1952)

Para 1952 ya Callas era la prima dona assoluta y fue llamada para abrir temporada en la Scala con Macbeth de Giuseppe Verdi. Que Lady Macbeth podía ser un personaje ideal para sus condiciones vocales se presentía desde el 20 de diciembre de 1949 cuando en el San Carlo de Nápoles, cantó y actuó magistralmente la Abigaille de Nabuco, una ópera que demanda una soprano con condiciones casi sobrehumanas para resolverla a cabalidad, de paso fue la ópera que consagró a Verdi como el encargado de recoger la herencia de Rossini, Bellini y Donizetti para llevar la ópera italiana a la cumbre del romanticismo.

Esa noche, en la Scala, y durante las cuatro siguientes, Callas pareció seguir al pie de la letra el deseo del compositor: que la soprano cantara “con una voz ronca, ahogada y sombría”. Lo logró a cabalidad, el público al filo de sus asientos la miraba en sus expresivos ojos la determinación de Lady Macbeth para alcanzar el poder, incluso a costa de los asesinatos perpetrados por su marido.

Fiel a sus ambiciones, el clímax del espectáculo ocurrió durante la “escena del sonambulismo”, que el público le retribuyó obligándola a comparecer siete veces para recibir la ovación. La voz de Callas, que jamás fue perfecta, esa noche la obedecía con sumisión, el si natural y el do agudo salían de su garganta con asombrosa soltura. El triunfo con Macbeth sólo ratificó lo que ya era sabido: era la primera soprano del mundo.

 

Lucía de Lammermoor (Scala de Milán, 1954)

Si a lo largo de más de cien años una ópera fue maltratada, esa fue Lucia de Lammermoor de Gaetano Donizetti de 1835. Porque se había convertido en un vehículo para el canto de bravura, una ópera sin otro atractivo que ver a la soprano protagonizar un espectáculo de técnica y pare de contar.

Callas logró el milagro de hacer de Lucia una especie de drama alucinante que llegaba a lo inimaginable durante la “escena de la locura”.

Cuando la hizo, en 1954, ya la había hecho, con ovaciones interminables, hasta en Ciudad de Méjico y Chicago.

Así, pues, que en la Scala hubiese hecho de su actuación algo histórico, se debió, primero a su actuación y musicalidad, desde luego, pero también a que en el foso de la orquesta estaba uno de los grandes directores de todos los tiempos: Herbert von Karajan, con quien tenía mucho más que afinidad: “era medio griego como ella”.

 Al año siguiente, en Berlín, durante la gira de la Scala, la relación musical entre los dos se había hecho más intensa aún; Sandro Sequi lo explicó así: “Callas tenía esa especie de cualidad teatral que poseen Nureyev, Plisetaskaya, Brando y Oliver. También la Magnani”.

 

Sonnambula: el encuentro con Visconti

A la altura de 1954, Luchino Visconti ya era reconocido como uno de los grandes directores de cine del mundo. Provenía de la nobleza milanesa y los nexos de su familia con la Scala se remontaban a los tiempos de su inauguración en 1778. Que Visconti adoraba la ópera era asunto de sobra conocido. También que admiraba a Callas y que no perdía la oportunidad de ir al teatro a aplaudirla. Cuando la dirección del teatro le ofreció vincularse como director de escena, aceptó, siempre y cuando tuviera como protagonista a su soprano favorita. El teatro accedió.

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Ese mismo año hicieron La Vestal de Spontini, que fue un triunfo absoluto. Para ese momento Callas había adelgazado y poseía la figura ideal para por fin desplegar totalmente su talento de actriz. Al año siguiente, con Leonard Bersntein al frente de la orquesta, Visconti y Callas, 5 de marzo de 1955, revivieron La sonnambula, escrita para la voz de Giuditta Pasta en 1831. Desde tiempos de la Pasta, la primera Amina, la ópera de Bellini no se escuchaba en toda su plenitud. La puesta en escena era una obra de arte, Visconti había resuelto hacer en su producción un homenaje a María Taglioni, que en 1832 había protagonizado el nacimiento del ballet romántico en la Sylphide. “Callas parecía pequeña y grácil, andaba como una bailarina, cuando permanecía quieta adoptaba la quinta posición” dijo Piero Tosi. “En el escenario me maravillaba. El personaje de Amina no tiene nada qué ver con la propia María, pero supo interpretarlo magistralmente” dijo Visconti.

Esa noche, como tantas otras, el teatro enloqueció.

 

Tosca: de Atenas a Londres

María cantó la primera Tosca de su vida en Atenas a los 19 años y fue con esta misma ópera que se despidió definitivamente de los escenarios el 5 de julio de 1965, en el Covent Garden de Londres. Cuando aceptó cantarla, hacía dos años no aparecía en escena, desde la Medea de la Scala en 1961. Si aceptó fue, primero, porque la dirección de escena estaría a cargo de Franco Zeffirelli, su íntimo amigo, y porque David Webster, que estaba a la cabeza del Covent Garden, la persiguió literalmente por todo el mundo hasta que, con Zefirelli de por medio, accedió. Parecería que, desde lo dramático, Puccini la hubiera escrito sobre medidas para sus dotes como actriz. ” María supo hacer una perfecta creación de esa figura, magnética y temperamental. Desde que apareció en escena hasta su salida, mantuvo al público pendiente de ella”, dijo Zeffirelli.

Si se quiere conocer la intensidad de su arte, hay dos filmaciones del acto II, una de 1958 en París y la de esta producción, con Renato Cioni como Cavaradossi y Titto Gobbi, que valga decirlo, era un Scarpia de antología. Entre Gobbi y Callas había electricidad en escena, entre otras porque se adoraban. Zeffirelli se encargó de que la puesta alcanzara una suntuosidad sin precedentes y el vestuario de Marcel Escoffier estaba a la altura de las circunstancias.

Nuevamente Zeffirelli recuerda: “En el segundo acto lo más sensacional era su estola. Había costado más de 2.000 dólares, la encontramos en una tienda india de Londres, no un sari transparente sino una tela llena de bordados de metal de oro sólido, ¡cómo sabía llevarla María! Pasó horas estudiando cómo debía ponérsela. Recuerdo cómo se quitaba los guantes, tardaba tres minutos en hacerlo, acariciándolos y alisándolos, como si no hubiese nada más importante en el mundo”. Parecen detalles superfluos. No es así: Tosca es una cantante de ópera, una diva, adorada por el público de su tiempo, una soprano acostumbrada a hacer de su vida una puesta en escena, una mujer celosa, preparada para cualquier locura por amor, como asesinar al temible Scarpia, jefe de la policía.

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Sólo con la voz es imposible darle vida a un personaje de tanta intensidad, hay que actuar para que la tragedia de Sardou sea creíble para el público.

La Tosca de Callas fue de dimensión histórica. Dado el primer paso, allanado el camino, para Zeffirelli fue sencillo convencerla de, una vez más, y por última, hacer la Norma

 

Norma, el papel de su vida

Hay una manera sencilla para entender lo que Norma de Bellini significa: es para un cantante lo que el Rey Lear para un actor. De paso hay que aceptar que se trata de la obra maestra y la piedra angular del bel canto y del personaje más difícil de todo el repertorio de soprano, Wagner incluido.

Fue la ópera que más veces interpretó a lo largo de su carrera, más de 80, y con la que, junto con Tosca se despidió.

Su Norma no ha sido superada por ninguna, ni de sus sucesoras ni de sus herederas artísticas.

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La hizo por primera vez el 30 de noviembre de 1948 en el Comunale de Florencia, luego en Méjico, Palermo, Sao Paulo, Rio de Janeiro, Scala de Milán, Covent Garden de Londres y un largo etcétera. Si bien, vocalmente hablando, la cumbre desde lo vocal fue la que cantó en Milán, dramatúrgicamente la cumbre ocurrió ya al final de su carrera, en la Ópera de París en 1965, cuando los mejores años de su voz ya eran cosas del pasado.

No es una exageración afirmar que su Norma de París, que también hizo en Londres, fue la culminación gloriosa de su carrera, de la mano de Franco Zeffirelli, que hizo de la puesta en escena otra obra de arte que, como producción, probablemente no ha sido superada.

Norma, en cierta medida se identificaba con su propia historia. María fue la suma sacerdotisa de su arte y al mismo tiempo la más falible de las mujeres. En Norma llevó a cabo la máxima creación que se puede realizar de una ópera. Se pueden ver cosas grandes en el teatro, pero ¿hubo algo que se pudiera comparar con ver a María Callas en Norma?”, dijo Zeffirelli.