Por Emilio Sanmiguel
Especial para El Nuevo Siglo
Difícil sucumbir a la tentación de analizar la visita de la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles a partir de los dos programas que interpretaron sucesivamente, la noche del viernes 18 y sábado 19 de octubre en el Teatro Mayor. Ambos bajo la dirección de Gustavo Dudamel, de sobra es sabido, uno de los grandes genios de la batuta de nuestro tiempo y, de paso y justificadamente, un ídolo para la afición musical de Bogotá.
Naturalmente, como era de esperarse dada la ocasión hubo, además del lleno completo del aforo, constelación de luminarias en la sala, más refulgentes para la segunda noche, hasta pareció que andaba Shirley Temple por ahí. Lo cierto es que, la aparición de Dudamel fue recibida con una salva de aplausos, testimonio del afecto de Bogotá por quien debe ser su director favorito.
El asunto en sí no es tan sencillo. Mejor ir por partes.
Intercambio cultural y tradición
La tradición sinfónica en los Estados Unidos no es cosa para observar a la ligera. En un sentido serio se remonta a la independencia musical de los norteamericanos a principios del s. XX, cuando, como afirmó Nicolás Slonimsky, dejaron de ser una colonia alemana y se liberaron de los preceptos de Mendelssohn, Schumann y Wagner. Eso gracias a la aparición de los primeros compositores estadounidenses de casta: Eduard MacDowell -por cierto su primer maestro fue Juan Buitrago, un pianista colombiano que vivía en casa de los MacDowell en Nueva York y luego discípulo de la venezolana Teresa Carreño- seguido del genial Charles Ives, ellos abrieron la puerta por donde trasegaron después Roy Harris, Georges Antheil, Henry Cowell, Walter Piston, Howard Hanson, Aaron Copland y sus sucesores, John Cage o, Samuel Barber cuya música fue la encargada de abrir el primer concierto.
No se puede tomar el asunto a la ligera. Porque lo que promueve el Teatro Mayor con eventos de este calibre no es otra cosa que intercambio cultural, compartir experiencias a partir de los beneficios objetivos que recibe Colombia, no sólo por el disfrute de contemplar el trabajo de orquestas de altísimo nivel -algo que de por sí lo justificaría- sino porque Estados Unidos hace realidad búsqueda del Teatro Mayor de organizar un sistema no convencional de financiación de su trabajo. Al fin y al cabo, no existe ningún país del mundo como los Estados Unidos donde el capital privado apoye de manera tan formidable la vida musical. Samuel Rosenbaum afirmó, con razón, que el asunto desvirtúa, al menos en parte, el imaginario de un país extremadamente materialista y concentrado en el dinero, aunque acepta que el fenómeno no esté exento de esnobismo y dice, no hay más remedio que aprobarlo y alentarlo para evitar que esos dineros tomen el camino de la frivolidad. Es importante un país que entre 1959 y 1960 libró una guerra a muerte contra la voracidad inmobiliaria para impedir la demolición del Carnegie Hall, un monumento mundial de la música.
La Filarmónica de los Ángeles y Dudamel
Fundada en 1919, su palmarés de titulares recoge nombres de la talla de Artur Rodzinsky, Otto Klemperer, John Barbirolli, Carlo Maria Giulini y en el pasado reciente, Essa-Peka Salonen, encargado de hacer de Los Ángeles lo que es hoy, una orquesta eminentemente progresista, labor continuada por Dudamel en 2009; Dudamel la dejará para asumir la titularidad de la joya norteamericana de la corona, la Filarmónica de Nueva York que, olvidamos, fue fundada en 1842, mismo año de la Filarmónica de Viena.
Ahora bien, en sus dos presentaciones bogotanas, los miembros la Filarmónica demostraron, sobre el escenario, eso que pregonaba Leopold Stokowski: Ante todo los músicos tienen que tocar bien sus instrumentos y deben poseer el dominio de ellos; deben ser buenos solistas, aunque una cosa es ser solista y otra tocar en una orquesta: si tenemos buenos solistas y les convencemos de que colaboren, rápidamente tendremos una buena orquesta; pero eso no es fácil, tocar en una orquesta es muy difícil y dirigirla mucho más. Nada nuevo bajo el sol: en el s. XVIII se dijo de la Orquesta de Mannheim que era un ejército conformado por generales. En Los Angeles el comandante supremo es Gustavo Dudamel.
Los dos conciertos de Dudamel
Que no se tergiversen las cosas, porque semejante preludio al concierto, de ninguna manera puede poner en duda lo dicho: que Los Ángeles es un formidable aparato orquestal y que Dudamel es un grande y el que manda. Pero no es menos cierto que los programas, impecable y brillantemente recorridos dejaron qué desear.
Para qué engañarnos, abrir la noche del viernes con el Adagio para cuerdas op. 11 de Samuel Barber, una pieza absolutamente encantadora de 1936, por la inefable belleza de su inspiración, no fue una buena idea para Bogotá, donde se interpreta, sí, en versiones no de semejante calibre con esos primeros compases cuando el sonido de la cuerda parecía emerger de un poderoso órgano o los sobreagudos incisivos de los poderosos violines, pero el Adagio se oye aquí como letanía en matrimonios, bautizos, primeras comuniones y funerales.
En seguida el momento culminante de la gira, el Concierto en sol mayor de Maurice Ravel de 1930, con Sergio Tiempo en la parte solista. Dudamel hizo de la obra la filigrana que debe ser -artilugios de relojería musical dirían algunos- con insospechados planos sonoros, detalles milagrosos en las texturas y la compenetración con Tiempo, que más que interpretarlo maravillosamente dejó flotar en el aire que disfrutaba la música a plenitud; tuvo la inteligencia, también Dudamel, de no sucumbir a la tentación de añadirle a la música raptos expresivos que no necesita en modo alguno el concierto. Muy bien resuelto el endiablado trino del final del Adagio assai y qué pirotecnia en el Presto final. Aplaudidísimo, tocó de encore la Danza de la moza donosa del argentino Carlos Guastavino.
Para la segunda parte la música del Ballet Estancia, op. 8 de Alberto Ginastera de 1941 que, con su frenético final, Malambo hizo aullar de placer a un auditorio que, suele perder los papeles con orquestaciones de semejante calibre acompañadas de delirantes incursiones de la poderosa sección de percusión de Los Ángeles. Se trata de una partitura afecta a la sensibilidad de un director que la tiene incorporada a su repertorio desde hace décadas -la dirigió de memoria- aunque tal vez mejor haber prescindido del narrador-barítono del viernes, Gustavo Castillo.
Segundo concierto
El del sábado corroboró lo que se sospechaba desde el viernes: la intención de enviar un mensaje al auditorio. En la primera parte Dzonot de Gabriela Ortiz, una comisión de la orquesta a la compositora mejicana, de este 2024. Las intenciones de Ortiz, consignadas en un extenso texto, plantean una especie de Concierto para violoncello y orquesta, tal vez con algo de Poema sinfónico o Sinfonía concertante con violoncello obbligato, en fin, no importa. Importa que la parte solista estuvo a cargo de la dedicataria, la norteamericana Alisa Weilerstein, una de las grandes de su instrumento, que tocó la obra con autoridad, con dominio, se lució en los dificilísimos solos, pero, la obra, que parece sobre medidas para el cine, resultó algo fatigante para el oyente. Eso sí, aplaudidísima. El bis de la solista, la Sarabande en sol mayor de la Suite nº1 BWV 1007 de Johann Sebastian Bach.
La segunda parte fue para la Música incidental del sueño de una noche de verano de Shakespeare, de Felix Mendelssohn-Bartholdy, de 1826 la Obertura, de 1842 la música incidental propiamente dicha. Una vez más, la interpretación musical, fuera de serie, lo que estaba de sobra presupuestado. Impecable la actuación del Coro Nacional de Colombia (Diana Carolina Cifuentes) y de las solistas, la soprano Jana McIntryre y la mezzosoprano Deepa Johnny. Aquí sí, mejor, dejarnos de eufemismos porque el espectáculo fue francamente lastimero y cursi. La actriz española María Valverde, como narradora, parecía empeñarse en cada una de sus apariciones, de arruinar la maravillosa música de Mendelssohn, entre otras porque se sabe, el matrimonio entre la voz amplificada y el sonido natural de una orquesta será la mayor de las veces mal avenido. De las proyecciones al fondo del escenario, la verdad es que era difícil creer algo tan sinsentido y de dudoso gusto. Lo verdaderamente importante fue que Dudamel evitó a toda costa hacer de Mendelssohn un Mozart descafeinado; al fin y al cabo, bajo las apariencias, su música sí encierra un sutil y elegante apasionamiento. Pero todo se iba yendo al traste. No nos digamos mentiras.
Sin embargo, bienvenidos los intercambios culturales y siempre bienvenido Dudamel