Por Emilio Sanmiguel
Especial para EL NUEVO SIGLO
La zarzuela es española, y la opereta, que era francesa, se nacionalizó vienesa. Son dos de las parientas díscolas de la ópera. No las únicas. Qué casualidad: El murciélago de Johann Strauss II y El barberillo de Lavapiés de Francisco Asenjo Barbieri son del mismo año. La primera se estrenó en Viena el 5 de abril de 1874; la segunda, en el madrileño Teatro de la Zarzuela, el 19 de diciembre de ese mismo año. Si la primera es la reina de las operetas, la segunda representa el nacimiento de eso que medio mundo llama zarzuela.
Como género lírico, la zarzuela es una maravilla, aunque su encanto parezca circunscrito al mundo hispanohablante. Lo es porque atrapa al espectador, incluso cuando no está bien hecha, que por desgracia la mayoría de las veces. Pero cuando está bien hecha, como ese Barberillo de Lavapiés de la tarde del sábado 15 de febrero, que presentó el Teatro de la Zarzuela de Madrid, su dimensión se desborda. Porque queda en evidencia que hay en ella más que el encanto de su música y la agilidad de sus argumentos.
El barberillo tiene su música, que no es poca cosa, pero en su momento planteó algo revolucionario: abordar sin dramatismos las realidades de la gente sencilla. Lamparilla, el Barberillo ‒sí, en diminutivo‒ y la costurera Paloma se codean con la Marquesita Estrella ‒también en diminutivo‒ y el aristócrata don Luis de Haro. Ha transcurrido casi un siglo desde Las bodas de Fígaro de Beaumarchais de 1778 y su secuela mozartiana de 1786, que denunciaban las desigualdades entre nobles y siervos. Ahora, el libretista madrileño Luis Mariano de Larra da la voltereta: son los nobles quienes requieren la ayuda de este par de plebeyos madrileños.
Por eso, insistir en establecer nexos entre El barbero de Sevilla, también de Beaumarchais de 1775, y la ópera rossiniana de 1816, es una de las necedades más insensatas de la historia del melodrama. La relación se limita exclusivamente a la desfachatez del Aria de presentación de Fígaro y al desparpajo de la romanza de Lamparilla.
El resto llega por añadidura porque El Barberillo es una zarzuela de exteriores, de las calles madrileñas. El coro abandona el rol decorativo, eso flota en el aire con sus intervenciones desenfadadas en el Yo soy músico y coplero de Lamparilla y en el Aire de zapateado de la Canción de Paloma, en las que representan de verdad al Madrid de carne y hueso.
Eso lo entendió muy bien el barítono Borja Quiza, tan inteligente como para marcar distancia con el Fígaro rossiniano, que él conoce bien, para darle vida a su Barberillo parlanchín. Como era de esperarse ‒su parte es la protagonista‒ dominó la representación. Porque tiene carisma y lo manejó con astucia y porque su instrumento de barítono lírico bien timbrado, se impuso en los momentos cruciales sin abusar nunca de su destreza actoral.
Impecable la Paloma de la mezzosoprano Cristina Faus, desde su Canción de Paloma del acto I, por voz y por actuación. Es probable que el mejor momento de los dos haya ocurrido durante el seductor dueto del acto II.
Otro puntal de la tarde fue la soprano Cristina Toledo en el papel de Estrella, la Marquesita. Su registro lírico-leggero se fusionó a la perfección con el de Faus, especialmente en el Bolero del acto II.
La parte de don Luis, a cargo de Javier Tomé, no es muy generosa en pasajes de lucimiento ‒cosas de Asenjo Barbieri‒, pero tuvo un cumplido intérprete en el tenor bilbaíno.
Por su parte, el colombiano Hyalmar Mitrotti asumió el rol de don Juan de Peralta, un papel poco agradecido dentro del repertorio lírico español, por momentos, no del todo adecuado para un barítono ni para un bajo. En todo caso, Mitrotti supo resolverlo bien, sobre todo durante el trío del acto I.
La actuación del Coro Nacional de Colombia fue excepcional. No solo porque lo hicieron bien ni porque su desempeño se acopló perfectamente a la producción, sino por el color vocal, justamente el que se desea en una zarzuela. No el de la ópera, sino con un cierto brillo metálico, nada estridente, pero indispensable para lograr la atmósfera deseable en el repertorio español.
Finalmente, para cerrar el círculo musical, la Filarmónica de Bogotá, bajo la dirección del español Miguel Ortega. La orquesta estuvo a la altura de las circunstancias, y Ortega dirigió con la seriedad, la gracia y el rigor que la obra demanda.
En cuanto a la producción, lo dicho al inicio: cuando la zarzuela está bien hecha, el espectáculo se desborda.
Alejandro Sanzol, quien firma la producción, sabe estar, como pocos directores de escena contemporáneos, al filo de la navaja. Evidentemente respeta el género; su Barberillo equilibra la fidelidad al original con gestos tan contemporáneos como poner a prueba, con éxito, la imaginación del auditorio. Y el sábado encontró en el Mayor un público cómplice que disfrutó a tope.
Otro puntal del espectáculo, la escenografía de Alejandro Andújar, un conjunto de sugerencias que, acordes con la propuesta de Sanzol, el público supo interpretar. Y lo hizo justamente por la bienvenida ausencia de españoladas, porque del tono español ya se encargó el atinado vestuario de evocaciones goyescas.
Para los aficionados a la zarzuela ‒para los peyorativamente llamados zarzueleros, en cuyas huestes milito con lírico patriotismo‒, una tarde inolvidable.