Uno de los problemas que aquejan a las instituciones colombianas es la noción que se tiene de la unidad nacional. Se considera que con solo proclamarla en la Carta ya puede darse por descontada. Y no se entiende que la fractura de este concepto en cualquier zona del país erosiona gravemente su significado y alcance sistémicos. O por decirlo de otro modo, no hay unidad nacional a medias.
Al igual que ocurre con el derecho internacional humanitario (DIH), es decir, el principio central de que la violencia ejercida contra los civiles es un atentado contra la humanidad entera, sucede con el precepto interno e indivisible de la unidad nacional. De tal manera, cuando se produce una masacre como cualquiera de las que se han vuelto rutinarias, se afecta, a más del DIH, el criterio unitario de la nación colombiana que por supuesto es la base mínima para definir al país.
Así, las matanzas de los últimos días y del fin de semana en los departamentos de Antioquia, Norte de Santander y Santander del Sur, al lado de tantas otras que parecerían haberse convertido en paisaje dentro del convulsivo acontecer cotidiano, no pueden ser solo hechos dolorosísimos de lamentar. Esas perversas circunstancias, que comprometen la vida e integridad de los habitantes, acabando con niños y familias y que demuestran la incapacidad de cubrir el territorio por parte de las autoridades, son una herida, abierta y supurante, que desdice y lesiona el tejido constitucional.
Los 53 eventos de homicidios colectivos registrados en el Observatorio de Indepaz, en lo corrido de 2024 y casi en todos los lugares de la geografía, son, en efecto, un reflejo de la violencia y la insolvencia de las instituciones o quienes están al mando para neutralizarla. A ello se suman los 138 líderes comunitarios asesinados. Lo que muestra un pérfido escenario de darwinismo, donde termina por prevalecer la ley de la selva. De hecho, mientras más se inflama la retórica de la paz, más se burla la orden constitucional de que la vida es inviolable: matriz de los derechos fundamentales y factor ineludible de un país que se pretenda civilizado.
La contemporización con la violencia atenta contra la razón de ser de la Carta. Porque ella existe, según lo consignado en su contenido preliminar y la visión normativa de conjunto, “con el fin de fortalecer la unidad de la Nación”. No son palabras al aire. Se trata de la motivación y el espíritu de las leyes. Y por eso el Preámbulo es parte integral e inclusive superior de la estructura legal que, por tanto, se denomina Constitución Política de Colombia.
Si bien esta no trae la definición de Nación, se entiende que es el conjunto de la población y su territorio que, a su vez, se organiza políticamente como República unitaria y se desarrolla dentro del Estado social de derecho que asume. La fortaleza de la unidad nacional consiste, pues, en el devenir apropiado de los habitantes dentro de los linderos colombianos, comenzando por asegurar la vida, como lo obliga la Constitución. Es decir que, a partir de ahí, el llamado al fortalecimiento de la Nación, con base en esa promulgación taxativa de amparar la existencia y su plena integridad, es una declaración inobjetable y de la cual se derivan los demás elementos jurídicos que de antemano pierden vigor si no se garantiza ese principio básico.
Poco de eso es lo que hoy está ocurriendo. En cierta medida se pensó que la desactivación de grandes focos guerrilleros por vía del diálogo, cerca de hace un par de lustros, sería el momento preciso para recuperar el territorio colombiano a manos del Estado, con la debida protección de la población afectada y su progreso, y dar piso al sentido de Nación. No ha sido así.
Los elementos coercitivos estatales, fundamento del tratado de paz que se supone es la Constitución al tenor de la doctrina de Norberto Bobbio, señalada en su momento por la Corte Suprema de Justicia, suelen brillar por su ausencia en múltiples regiones del país. En esa vía, los habitantes sometidos al vaivén de las masacres, amenazas y la depredación, parecerían ciudadanos de una categoría menor. Y en esa misma dirección, surgen varios países, por decirlo así, con leyes y dictámenes diferentes, impropios y violatorios de la unidad nacional. O sea que Colombia sufre un temerario proceso de desnacionalización. No prevalece el Estado Social de Derecho, sino el ‘estado de violencia’.
Cada vez más, ciertamente, el país deja de lucir como la República unitaria que las normas exigen, por cuenta de enclaves criminales impenetrables. Difícil así hablar de Nación, con el territorio a las anchas de estos y con la población a la buena de Dios.