El pasado fin de semana se realizaron las elecciones constituyentes en Chile. El objetivo del evento fue definir la integración de la Convención que elaborará una nueva Constitución. Los resultados de estas elecciones pusieron de manifiesto la profunda crisis política que atraviesa el país, cuya manifestación más estruendosa fueron las enormes protestas que estallaron en octubre de 2019.
El movimiento inició como un rechazo a los aumentos en el trasporte público, pero pronto derivó en demandas relativas a las condiciones de vida, en una impugnación al gobierno de Sebastián Piñera y al régimen político en general. Pese a que las movilizaciones tuvieron importantes elementos de espontaneidad, diversas organizaciones sociales y políticas reaccionaron de inmediato con el propósito de ganar posiciones en el nuevo escenario. El vacío que marcó las primeras protestas desató una respuesta veloz por parte de los partidos de la oposición, especialmente el Frente Amplio, el Partido Comunista y el Partido Socialista.
Una de las principales banderas que han enarbolado estos espacios es la necesidad de elaborar una nueva Constitución. Esa es la única propuesta que conciben, y han logrado imponerla dentro del movimiento. La demanda de la reforma constitucional fue rápidamente absorbida y procesada por los partidos. Pocos días después de que iniciaran las protestas, el 15 de noviembre de 2019, las principales organizaciones políticas del país firmaban el “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución”, donde establecían la realización de un plebiscito para determinar si se impulsaría una nueva constitución y para definir qué tipo de órgano la redactaría. Los mismos partidos que gobernaron Chile durante las últimas tres décadas, y que actualmente controlan casi la totalidad del Congreso, buscaban aplacar el descontento y dotarlo de un cauce institucional.
En el Plebiscito Nacional, pautado inicialmente para abril pero postergado hasta noviembre de 2020 por causa de la pandemia, el 80% de los votantes se inclinó a favor de una nueva Constitución, la cual debía ser elaborada por un órgano conformado especialmente con este propósito. Una vez más, la población iba a ser convocada a las urnas para elegir a cada uno de sus integrantes de la nueva Convención.
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Así fue como se llegó a las elecciones del último fin de semana. Y como hemos señalado, los resultados demuestran que la crisis política sigue abierta. En primer lugar, vale advertir que ello se ha expresado en la baja participación del electorado, que apenas alcanzó el 43%. En todas las regiones del país, la participación de votantes habilitados fue inferior al 50%, y en muchas de ellas, como Tarapaca, Antofagasta y La Araucania, no se alcanzó ni siquiera el 40%. Al parecer, las ilusiones depositadas en una nueva Constituciones no son compartidas por la mitad de la población.
En segundo término, otra arista de este proceso es la pérdida de apoyo de los partidos tradicionales, tanto del oficialismo como de la oposición. En relación con las últimas elecciones presidenciales, la coalición de gobierno perdió 1,2 millones de votos, mientras que el principal bloque de la oposición registra alrededor de 600 mil votos menos. Ambos espacios perdieron la mitad del apoyo que tenían, y el descenso es aún mayor si se lo compara con los resultados de 2013. Este desgaste de los partidos tradicionales tiene como contracara la emergencia de elementos que se presentan como ajenos al régimen político en decadencia. Ese es el caso de Julio César Rodríguez y Pamela Jiles, dos conocidas figuras que tienen más trayectoria en el periodismo de farándula que en la política partidaria.
“Izquierda” poco original
Con todo, y en estrecha relación con este último punto, el aspecto más visible de la crisis política es la emergencia de la supuesta izquierda. En los últimos días, bajo esta expresión se han encuadrado a prácticamente todas las fuerzas no oficialistas, desde el Partido Socialista de Michelle Bachelet hasta los diversos agrupamientos independientes, pasando por el Partido Comunista de Chile, el Frente Amplio y las candidaturas “indígenas” que participaron de los comicios. Sin embargo, el programa político de estos espacios no trasciende las críticas al neoliberalismo y la democracia restringida. Las demandas de mayor participación son acompañadas por la propuesta de algunas reformas sociales y una marcada defensa de la política de la identidad. Ello es lo que se buscaría introducir en el nuevo texto constitucional.
Un examen atento de esta “izquierda” permite advertir su carácter poco original. Por un lado, se incluyen organizaciones que han gobernado Chile durante los últimos años, y aún hoy conservan numerosas bancas en el Congreso. Ese es el caso de las fuerzas que formaron la Concertación (1990-2010) y, poco tiempo después, Nueva Mayoría (2013-2018), como el Partido Socialista y el Partido Comunista de Chile. Sus críticas al régimen que históricamente han integrado solo constituyen un intento por adaptarse a la situación, evitando quedar afuera del nuevo escenario político.
Por otro lado, se encuentran las organizaciones del Frente Amplio y los innumerables agrupamientos “independientes”, que expresan un marcado rechazo al régimen y, por añadidura, a la política partidaria en general. Su orientación no se distingue de lo que ya hemos visto en otros países. Las críticas y la demanda de una “nueva” democracia recuerdan las experiencias de Podemos en España y del MAS en Bolivia. Los resultados son conocidos: cambian los nombres y los discursos, pero lo más importante se mantiene intacto.
Aún no se ha definido quién será la dirección de esta “izquierda”. Probablemente el lugar sea ocupado por el Frente Amplio, el Partido Comunista o alguna figura con un perfil similar al de Pamela Jiles. Como sea, a un año y medio de las grandes protestas, no hay nada nuevo bajo el sol.
*Investigador del Centro de Estudios e Investigación en Ciencias Sociales (Ceics) de Argentina y analista político internacional.