Había una vez un agregado militar de la embajada de Estados Unidos en Bogotá que enviaba cocaína a su país en la valija diplomática. Descubierto el hecho, fue detenido y allá obtuvo una condena de seis meses. Su abogado alegó que la esposa del funcionario era adicta y que él implicado se sintió obligado a auxiliarla de ese modo. En cambio, su incauto y fiel chofer, en Colombia, pago más de nueve años de cárcel por haberle obedecido.
Ahora esa discordancia se repite, con otra faceta simétrica pero más amplia y algo opuesta.
El área de cultivos de coca ha crecido en Colombia en los últimos veinte años, representa el 4.5% de su producto interno, pero Washington le ha dado certificación de buen desempeño al gobierno de Gustavo Petro por su política contra el narco tráfico. Esto parece contraevidente. En el fondo ellos reconocen que la política global norteamericana en ese aspecto es un fracaso que tiene ya una tradición respetable de estup…efaciente.
Difícil es para una gran potencia ser un centro de consumo mundial de anfetaminas (uppers and downers), cocaína (que no coca) procesada con sus técnicas, seguir erigiéndose en juez universal que descertifica solo a los productores del mercado, mercado que ellos mismos produjeron. Que sus adictos sostienen con capital, armas y tecnología norteamericana.
Hace poco el embajador ante Colombia, con fluido español (lo que no es frecuente) aceptó los esfuerzos de la administración de Petro por controlar (no acabar por no ser esto viable) el narcotráfico. Agregó que ellos están preocupados pues el número de muertes en su país llegaba lamentablemente a cien mil personas. Es decir, allá los adictos han optado por morir de su enfermedad. Lo cual es al menos una opción.
Esa libertad de opción no la tienen los cerca de 166.000 colombianos muertos cada año por el conflicto armado desatado entorno al narcotráfico. O los 800mil que perecieron entre 1985 y el 2018. Por no mencionar los asesinatos en México, que es el mayor proveedor de cocaína hacia el norte. Y sin agregarle los muertos que a diario se producen en el resto de américa a causa de la adicción de ese norte. O, corrijo, no por la adicción sino por la prohibición legal, mientras su población aumenta el pedido.
Las consecuencias de esta dicotomía, esa división de la personalidad, de esa esquizofrenia estatal, tuvo antecedentes el siglo anterior, cuando un grupo de mujeres protestantes (anticatólicas, por cierto) lograron prohibir el alcohol, incluso de la cerveza, y del vino. Al punto que la iglesia tuvo que alegar sus fueros para la consagración en las misas. No aturdiré al lector con las leyendas de Al Capone, que todos conocemos y del fracaso de esa absurda ley. Lo cierto es que Gran Bretaña optó en su momento por legalizar el opio, su uso pasó de ser un asunto policivo a ser tratado como un problema de salud pública. Así superó esa grave enfermedad. No es imposible que aprendamos.