‘La historia: nueva maestra de vida’ | El Nuevo Siglo
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Lunes, 12 de Abril de 2021
Luis Gabriel Galán Guerrero (*)

Durante siglos, el acto de juzgar ha condicionado nuestras mentes. Esa predisposición tan humana y de una cotidianidad, por momentos, tan inconsciente, ha sido concienzudamente fomentada a través de numerosas instituciones políticas y tradiciones religiosas. Tanto en el ámbito público como en el privado, hemos aprendido a destacarnos, e incluso a deleitarnos, en el arte de juzgarnos y juzgar al prójimo. En ese arte o deporte, según el grado de pasión, conviene aclararlo, ha habido verdaderos caballeros y rufianes.

Con el auge del liberalismo y las democracias modernas, el acto de juzgar gozó de un nuevo impulso. Juzgar más o menos libremente se convirtió no sólo en fundamento de nuestras democracias liberales, sino también en un indicador de su buen curso. En los últimos dos siglos, la prensa, la radio y las redes sociales ampliaron ese tribunal soberano de la opinión.

Y, sin embargo, la demagogia e intolerancia recientes suscitan serios interrogantes sobre cómo mejorar nuestra educación política. La opinión clama por sociedades menos sectarias pero raras veces reflexiona sobre cómo lograrlo más allá de educar en valores democráticos. Pretender que esta sea la solución sería tan ingenuo como pretender que habrá mejores cristianos por memorizar catecismos. Las cartillas democráticas no son una solución nueva ni una garantía de menor intolerancia. Ya en la Europa e Hispanoamérica del siglo diecinueve, una gran cantidad de asociaciones, partidos políticos, periódicos y panfletos se dieron a la tarea de educar a los nuevos ciudadanos en valores democráticos, sin poder prevenir del todo la violencia política, los totalitarismos y los genocidios del siglo veinte.

En el fondo de la cuestión tampoco está censurar las nuevas redes sociales. La gran mayoría de analistas quieren hacernos creer que son las únicas responsables de la creación de realidades paralelas. Esto es equivocado a la luz de una gran cantidad de evidencia histórica, pues los medios de comunicación han sido partidistas por mucho tiempo. Liberales, conservadores, socialistas, comunistas y anarquistas se dividieron con frecuencia en mundos paralelos más difíciles de controvertir, creados, en su momento, por la radio, periódicos, círculos sociales y discursos de políticos y religiosos.


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Depender, entonces, de las cartillas escolares o la censura de las redes sociales para lograr una mejor educación política no solamente es insuficiente, sino que reduce el mundo social a Twitter, Facebook o las aulas de clase. En muchos casos, es un discurso que conviene a ciertos políticos porque suprime la historia y la existencia de profundas desigualdades sociales. Todos los problemas se desestiman como falsas noticias. De este modo, se ignora la herencia de creencias y prácticas intolerantes, racistas y clasistas, cuyas raíces se remontan en el tiempo, y son reproducidas en hogares, asociaciones políticas, universidades y clubes sociales.

Juicio y comprensión

Una mejor educación política requiere, por tanto, un balance más equilibrado entre el juicio y la comprensión del mundo. Así como podemos juzgar fácilmente, también somos capaces de ser comprensivos. Siempre será más difícil lo segundo. Pero, de modo temprano, gran parte de las tradiciones religiosas hallaron también en el hombre una gran capacidad para tolerar y compadecerse del prójimo. Algunos textos, como el Bhagavad Gita o la Biblia, invitaron a suspender el juicio, en pasajes tan memorables como el Sermón de la Montaña: ‘No juzguéis, para que no seáis juzgados. Por que con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados; y con la medida con que medís, os volverán a medir.’ Al Cristo vengador del Juicio Final se le opuso con frecuencia el Cristo amoroso y compasivo: ‘Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.’

Esta forma de aproximarse a la vida y el pasado es distinta del mundo inquisidor que encontramos en Twitter y otras redes sociales, donde juzgar de modo infundado se ha convertido en un reflejo. Por lo general, esos juicios tienen menos origen en las redes sociales que en nuestras limitadas experiencias, los mundos pequeños que habitamos y los marcos de pensamiento cerrados de tantos hogares, ideologías, comunidades y culturas.

Por ello, una mejor educación política debe propender por ampliar los horizontes de referencia y comprensión de distintos valores, creencias, sentimientos y formas de concebir la vida que han existido. El papel de la historia es fundamental. Tratar de desentrañar nuestros hábitos más inconscientes y cotidianos, ponerse en los zapatos del otro, imaginar las grandes diferencias entre el presente y el pasado, resulta un profundo y apasionante ejercicio de compasión. En lugar de reducir las creencias pasadas a la irracionalidad, el atraso, o la simple barbarie, el estudio de la historia permite entender por qué surgieron y encontraron acogida, en ocasiones, hasta el día de hoy.

Falsos mitos

Resulta paradójico que en sociedades en las que tanto se invoca la historia como precedente o como argumento político, esta no sea mejor conocida, o se le valorice de igual modo que la economía, las ideologías o la literatura. Pero, precisamente, es su falta de conocimiento la que conduce en muchas ocasiones a los falsos mitos políticos, la ignorancia de las desigualdades sociales, la ligereza, la cultura de la cancelación y el dogmatismo.


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Hace unos años, Malcolm Deas me contó una divertida anécdota en que una joven le había comentado, muy seriamente, en una sesión tutorial, que Bismark había sido ingenuo a lo largo de su carrera política. Del famoso canciller alemán, uno de los hombres más notables del siglo diecinueve, cualquier cosa podría decirse menos que fuera ingenuo. Pero esta clase de juicio ligero y desinformado sobre el pasado, que también suele trasladarse al presente, ignora las realidades materiales y mentales que nos separan, el conocimiento de lo que estaba o no al alcance de Bismarck, de su gobierno, de su tiempo. Entre esa joven y un importante columnista de El Tiempo, quien dijo recientemente que ‘Colombia no ha sido una nación seria’, no hay mucha diferencia. Y así, como ellos dos, existen millones: como iconoclastas parecen admirables; como iconos del pensamiento menos.

La historia no debe ser simplemente una parte fundamental de nuestra educación política, como lo fue hasta hace poco. Es una ‘maestra de vida’, según las palabras de Cicerón, aunque no precisamente porque nos ayude a evitar repetir los errores del pasado. La historia, en realidad, es una ‘maestra de vida’ porque a pesar de nuestras breves experiencias humanas permite el maravilloso ejercicio intelectual y emocional de ayudarnos a comprender quiénes somos, cómo ha llegado a ser nuestro mundo lo que es y los que han sido.

De tal modo, es un espejo donde podemos contemplarnos, y poner en perspectiva nuestros dolores, llantos, comedias y tragedias. La historia nos ofrece, entonces, el sentido de ser una gota de agua en el seno de un gran río. En palabras de Bertrand Russell: ‘Por muy queridas que nos sean las creencias que tenemos, incluso las que más importantes nos parezcan, no están destinadas a durar eternamente; y, si nos imaginamos que esas creencias encarnan verdades eternas, es muy posible que el futuro se burle de nosotros.’

Este, a mi modo de ver, es un buen punto de partida para una mejor educación política, y un seguro antídoto para nuestros tiempos.

*Candidato a Doctor en Historia de la Universidad de Oxford

Twitter: @LGGalanGuerrero