Sin duda alguna el expresidente Jimmy Carter, fallecido ayer a la edad de 100 años, fue uno de los dirigentes políticos que más impronta política y humanista dejó en las últimas décadas en su país, muy por encima de otros titulares de la Casa Blanca, tanto de su partido, el Demócrata, como del Republicano.
Para no pocos biógrafos e historiadores, la trayectoria de Carter debe dividirse en dos etapas. La primera fue aquella larga carrera política que lo llevó a la jefatura de Estado de la potencia mundial, a la que gobernó entre 1977 y 1981.
Su mandato ha tenido distintas lecturas. Para algunos expertos su mayor logro fue devolverle la estabilidad a un país que venía impactado por el escándalo Watergate que, como se sabe, conllevó a la renuncia de Richard Nixon. También se le reconoce que fue artífice de los acuerdos de Camp David entre Israel y Egipto en 1979.
Sus críticos, por el contrario, traen a colación que su mandato tuvo altibajos y graves errores como la fallida operación para liberar a los rehenes estadounidenses en Irán.
La segunda etapa de su trayectoria política fue, sin embargo, más fructífera. Ya como expresidente Carter se convirtió en un referente de la gestión por la democracia, a tal punto que fue galardonado en 2002 con el Premio Nobel de Paz, reconociéndole que a través del Centro Carter promovió los derechos humanos, la transparencia electoral y la salida negociada a los conflictos en todo el planeta.
Aunque desde hace una década, debido a sus problemas de salud, se había retirado de la vida pública, el Centro Carter continúa siendo una de las instituciones más respetadas a nivel global, sobre todo en materia de veeduría electoral, como pasó con los comicios presidenciales venezolanos del 28 de julio de este año, en donde esa instancia certificó el triunfo de la oposición ante la dictadura chavista.