La crisis política en Canadá desembocó en lo que los expertos, partidos y la propia opinión pública sabían que pasaría más temprano que tarde: la renuncia de Justin Trudeau como primer ministro.

Era claro que el alto funcionario, tras casi una década en el poder, ya estaba muy debilitado, no solo por la ventaja en las encuestas que viene sumando la oposición conservadora, sino también porque al interior de su propio partido, el liberal, el apoyo a su gestión venía deteriorándose de forma rápida y sustancial.

La salida de Trudeau quedó prácticamente sentenciada el mes pasado con la renuncia de su exministra de finanzas y viceprimera ministra Chrystia Freeland, lo que no solo puso a tambalear la gobernabilidad, sino que, de paso, abrió una competencia por el nuevo liderazgo de los liberales. De hecho, esa dirigente y el exgobernador del Banco de Inglaterra y exdirector del Banco de Canadá, Mark Carney, suenan como los principales aspirantes a liderar la colectividad oficialista y buscar que en las elecciones que se deben realizar antes de octubre de este año los conservadores no los desplacen del poder.

Aunque la última maniobra del saliente gobernante para aplazar el arranque legislativo le dio un margen de acción para evitar caer en una moción de censura y permitir que los liberales escojan a su nuevo timonel y, por ende, primer ministro, lo cierto es que, en el entretanto, no solo tendrá un margen de acción muy limitado, sino que deberá hacerle frente al anunciado giro en las relaciones con Estados Unidos.

Esto porque el presidente electo Donald Trump, que asume el 20 de enero, no solo advirtió que aumentaría los aranceles a las importaciones de productos de Canadá, sino que, además, ha venido insistiendo en una posible fusión de ambos países, lo que obviamente no tiene mayor eco, pero sí genera presiones sobre el debilitado Trudeau y compañía.