El 14 de febrero el presidente Petro, desde el balcón principal del Palacio de Nariño, que permite divisar el amplio campo de armas de la residencia presidencial, dio inicio a la presentación de los proyectos de reforma con los que persigue aclimatar el cambio ofrecido en la campaña electoral. Y lo hizo con el desenfadado populismo que lo caracteriza, más interesado en despertar emociones que en ofrecer la comprensión sobre las virtudes y alcances que sus iniciativas aportarían al bienestar de los colombianos.
Ahondó en ese ejercicio retórico, tan caro a los caudillos del progresismo continental, que los impulsa a abandonarse al exceso, hasta el delirio, para asegurarse las almas contritas de sus oyentes.
No es ejercicio nuevo en la política, pero si instrumento de perdición de quienes han abusado de él. Los ejemplos abundan en la historia, pero no parecen conmover a los nuevos liderazgos continentales que, como Chávez, Ortega, Maduro, Correa, Evo Morales o la señora Kirchner, procuran emular con Fidel Castro, quién tan solo logró condenar a su pueblo a largos decenios de postración y sufrimiento.
Gustavo Petro se diferencia de sus pares en que no esconde, y si advierte, sobre sus objetivos, quizás para resaltar y desafiar las carencias de la democracia que buscamos perfeccionar los colombianos. Se equivoca al creer que no se le ha prestado atención, convencido de que sus opositores no perciben las propias falencias y sus efectos sobre la conciencia ciudadana. Le puede acarrear costosa desilusión.
Los discursos de balcón deben inducir a los ciudadanos al examen pormenorizado de sus propuestas, porque todas ellas apuntan a la configuración de una sociedad sujeta a un rígido estatismo que termina restringiendo los elementos propios de las democracias liberales, reto que, hasta el día de hoy, con altibajos, siempre hemos enfrentado en libertad y superado gracias a los consensos que hemos sabido alcanzar en las horas más difíciles de nuestra historia.
Las reformas a la salud, laboral, pensional, a la justicia, la paz total, el plan de desarrollo, la ley de sometimiento, y el sinnúmero de facultades extraordinarias que las acompañan, configuran los elementos de la nueva arquitectura y contienen las herramientas para que el presidente las convierta en realidad por su propia voluntad, con el permiso de la vacilante y genuflexa actitud de los partidos.
Despierta legítima preocupación, porque resulta difícil entender que ante la abierta y generosamente difundida voluntad presidencial y de sus aliados ideológicos por concentrar el poder, tan solo un partido se haya declarado en oposición, la que, con pocas pero valiosas excepciones, acude a una comedida prudencia impropia ante los peligros que se confrontan.
El presidente, urgido e impaciente, convocó a sus partidarios a las calles para consolidar apoyo a sus metas y designios. En hora buena, porque la respuesta ciudadana del 15 de febrero superó con creces el desalentado apoyo al presidente, y permitió aplicarle al gobernante contundente dosis de su propia medicina. Nuevos liderazgos emergerán en las calles. Si la idea es la de una seudo democracia plebiscitaria, avisado está el gobierno de su más probable desenlace.