Poca atención prestó Maduro y su entorno a las desatinadas sugerencias formuladas por el presidente Lula y Gustavo Petro. Días después, el Tribunal Supremo de Venezuela, apéndice del régimen, pese a la evidencia inocultable del fraude que consumó el Consejo Nacional Electoral al proclamar la victoria de Maduro, convalidó, sin tener competencia para hacerlo, el robo de las elecciones. Amanuenses de la dictadura, los magistrados no tuvieron inconveniente en fundar su decisión en las actas de escrutinio que no divulgaron y que permanecerán ocultas, sin importar las múltiples exigencias de publicidad por parte de gobiernos del mundo y organismos europeos y del sistema interamericano.
El sepulcral silencio de Petro, de Lula y de López Obrador, debería excluir cualquiera otra tarea de esa complaciente troika. Insistir en la divulgación de las actas, que nunca sucederá porque evidencia la derrota del régimen, es inútil y podría leerse como solapada complicidad con la dictadura y su latrocinio a la voluntad política de los venezolanos.
Impávido permanece el régimen ante las legítimas reacciones de gobernantes y organismos internacionales porque entiende que carecen de instrumentos que lo obliguen y confía en su capacidad de valerse de un entorno internacional caótico y divisivo que pueda jugar en su favor. Ello explica su solicitud al Parlamento de aprobar a las volandas una ley contra un supuesto “fascismo, neofascismo y crímenes de odio que sancione a quienes promuevan violencia en el país”. Su aprobación sustentaría la ya anunciada convocatoria de una Asamblea Internacional en Caracas para prevenir y combatir el “neofascismo” en el mundo, que paradójicamente convocaría a todos los numerosos sátrapas que hoy oprimen a sus conciudadanos, cuya solidaridad acentuaría la intervención de Rusia, China Irán y Turquía en el hemisferio, y contaría con la connivencia de organizaciones terroristas como Hamás y Hezbollah. Su lema lo formuló Rodríguez, presidente de la Asamblea de Venezuela: “al fascismo se le enfrenta, al fascismo se le derrota, al fascismo se le aniquila y se le extingue”. El régimen resulta incapaz de mirarse al espejo.
El gobierno de Colombia no puede eludir las consecuencias que implica el terrorismo de estado en el hemisferio. El comentario del sátrapa Maduro a las destempladas sugerencias de Petro, al afirmar que “seguiremos ayudando a Colombia en su proceso de paz sin intervenir en los asuntos internos”, expresa una advertencia de parte de quien cobija en su territorio al Eln y al Emc que no debe someter al gobierno colombiano a la triste condición de contemporizar con su criminal conducta. Tampoco lo deben hacer los partidos políticos y sus dirigentes, porque nada de lo que ocurra hoy en Venezuela deja de afectar a Colombia y a todo el continente. Ni complicidad soterrada ni desatención solidaria son permisibles, cuando los propios organismos del sistema interamericano de derechos humanos califican al gobierno de Maduro de terrorista. Esquivar Petro sus responsabilidades en el cumplimiento de las obligaciones contraídas por Colombia en la defensa de la democracia y de los derechos fundamentales que le son consustanciales, además de constituir un acto reprobable, sugiere inexplicable benevolencia y complicidad ideológica con una tiranía que perdió toda vergüenza en la represión violenta de la mayoría de sus ciudadanos.
Aunque su decisión no obliga, es de esperar que la mayoría de los miembros de la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores este martes se inclinen por mantener incólume el apoyo de Colombia a la democracia y a los valores que la sustentan. Ceder a las solidaridades de Petro tiene un precio que la historia difícilmente olvidará.