Ya desde hace un tiempo, en diversos documentos, artículos y conferencias, quien esto escribe ha mostrado preocupación -compartida por académicos y juristas- por el creciente fenómeno de pérdida de poder o de vigor efectivo del Derecho en el seno de la sociedad colombiana. Ese fenómeno se ha venido acentuando en los últimos años, en especial por el auge de la corrupción en algunos sectores de la administración de justicia, por la interferencia política en los procesos de selección de los altos funcionarios judiciales y de las cabezas de los organismos de control, además de la manera como el Gobierno y el Congreso han querido plasmar -en normas votadas a la carrera y sin discusión- los compromisos estatales y las consecuencias jurídicas de los acuerdos de paz, su implementación y desarrollo.
Es como si el Derecho -de suyo relativo, por su misma naturaleza, pero no al nivel de desdibujarse y convertirse en plastilina- hubiera llegado a la relativización absoluta, es decir, a desparecer como sistema establecido, desde las épocas más remotas, con el objeto de ordenar la vida en sociedad, de realizar la justicia, de encuadrar y delimitar -mediante principios y reglas- el ejercicio del poder, evitando o sancionando los abusos, y amparando la libertad y los derechos, para -en cambio- convertirse en cúmulo de normas sin sentido propio y sin coherencia interna, siempre sujeto a las interpretaciones ingeniosas y a los argumentos sofísticos, cuando no a la malintencionada desfiguración y alteración de sus contenidos esenciales con la finalidad de satisfacer apetitos políticos o intereses particulares y de grupo.
La crisis del Derecho llegó a su máximo punto cuando la voluntad del pueblo -expresada en las urnas, en un plebiscito- fue desacatada con artificiales pretextos -infortunadamente aceptados por la Corte Constitucional- para que un órgano constituido -el Congreso-, sin autorización ni facultad alguna otorgada por el Constituyente, confundiera su función de control político -que, desde luego, podía y debía cumplir- con la potestad de refrendación popular que, como su nombre lo indica, reside exclusivamente en el pueblo. En él reside, según el artículo 3 de la Constitución, la soberanía, de la cual emanan los poderes públicos. El pueblo la ejerce directamente o por medio de sus representantes, pero la Constitución afirma que, en este último caso, ese ejercicio únicamente tendrá lugar en los términos que la Constitución establece. El Congreso no gozaba de atribuciones constitucionales para sustituir al pueblo en su potestad de refrendar el Acuerdo de Paz.
El pueblo -el 2 de octubre de 2016- ya se había pronunciado, en sentido negativo, frente al primer Acuerdo de Paz -Cartagena, 26 de septiembre de 2016-, y, si las cosas en Derecho se deshacen como se hacen, el segundo Acuerdo -Bogotá, 24 de noviembre de 2016-, que según el Gobierno se ajustaba al veredicto popular del 2 de octubre, ha debido ser sometido también a la votación popular en plebiscito.
Pero, aparte de esa flagrante desobediencia al pueblo, que por tanto desconoce la democracia y el Derecho, lo cierto es que las fórmulas de ingenio para burlar la Constitución -la base de nuestro orden jurídico- han sido muchas. Las seguiremos comentando en esta columna