Dijo que estaba muy emocionado al salir de allí, en medio de sensaciones celestiales.
Que las Bellas Artes habían despertado en él los sentimientos más apasionados.
Que haber estado en la Santa Croce, en ese viaje a Florencia, lo conmocionó, lo trastornó por completo.
Que sintió latidos irregulares, que caminaba con miedo a caerse, que “la vida se le estaba acabando”.
Que había visto los frescos y pinturas más misteriosos de la historia, las tumbas de los grandes sabios y artistas; que se había estremecido al sentir allí mismo el espíritu de Galileo, Maquiavelo, pero, sobre todo, Buonarroti, Giotto, Donatello y Brunelleschi.
Que el goce estético extremo lo había paralizado, que ese indescriptible deleite lo había embargado, lo había sumido en suma desazón: el desconcierto.
Que fue hace dos siglos, cuando él, Marie-Henri Beyle, escritor bajo el seudónimo de ‘Stendhal’, pasó por Nápoles, se extasió con la costa Amalfitana y llegó a la Toscana, sucumbiendo ante tanta belleza reunida, ante tanta maravilla allí agolpada.
Adicionalmente, ¿se habrá maravillado con un Barbaresco, o un Barolo, los reyes de los vinos del Piamonte?
¿Acaso habrá juntado todo aquello con los cortes exquisitos que la familia Cecchini ya estaría ofreciendo para entonces en la macelleria de la “carne diem”, allá, en Panzano in Chianti?
No en vano, hace unos años, en el 89, tras estudiar el problema en un montón de pacientes, la psiquiatra Graziella Magherini resolvió ponerle nombre a semejante cuadro de placer extremo y se decidió por el “síndrome de Stendhal”.
Así las cosas, cuando la exposición intensiva al arte sublime lleva a la saturación, puede haber por corto tiempo alucinación, euforia, desorientación, ahogo, fatiga y ansiedad.
Que en tiempos de confinamiento permanente, o intermitente, es lo mismo que sentimos los humanos cuando vemos lo que hasta ahora resultaba inimaginable: las aguas cristalinas en Venecia, los pavos reales en las calles de Madrid y los delfines en los muelles.
Pero también es lo que sentimos al recordar y anhelar aquellas maravillas que están allá, a lo lejos, esperándonos, animándonos a emprender de nuevo la travesía de Beyle y revivir ese trauma, ese insondable momento de estar poseídos por la belleza creativa.
Deliciosa paradoja aquella de querer padecer una dolencia; una dolencia apasionante, estimulante y abrasiva.
Por eso es que ahora sería mejor no hablar de síndrome sino de “delirio” de Stendhal.
Porque ya no se trata de una simple colección de síntomas. Tampoco de una entidad reconocida por la American Psychiatric Association (APA) y su DSM.
Lo que estamos viviendo ahora es un maravilloso impulso, una reiteración de pensamientos y deseos, una incontenible ilusión de volver a palpar esa realidad esplendorosa que nos está esperando.