McCartney vs. Fútbol
LA agitación alrededor de Paul McCartney demuestra que la magia de los Beatles no ha muerto, apenas estaba en hibernación, lista a salir mientras el sobreviviente del famoso cuarteto desfila entre aclamaciones de los jóvenes y añoranzas de los mayores.
Hasta ahora, aquí, no han sido muy frecuentes las escenas de histeria que acompañaron a Ringo Starr, George Harrison, John Lennon y al propio McCartney desde que salieron de Liverpool, con pelo corto y música que aceleraba los latidos del corazón. Pero ya vendrán.
Su fama creció tan rápido como sus cabelleras. El mundo entero vibró con el sonido que expresaba los sentimientos de una generación para la cual el foxtrot y los blues no tenían el mismo significado que había emocionado a sus padres. Estos, por su parte, se escandalizaban ante las contorsiones de los nuevos bailes, y no se diga sus abuelos, para quienes el Charleston ya parecía excesivamente audaz y el tango peligrosamente sensual.
Cada presentación de los Beatles venía precedida de escenas de emoción descontrolada, por parte de admiradoras que gritaban histéricas, se desmayaban de la emoción y salían magulladas de los intentos de tocar a las nuevas divinidades del espectáculo.
Indudablemente había en ese fenómeno una magia que trascendía los escenarios.
Pronto el grupo se desintegró, tras acumular una fama monumental. Cada uno de sus integrantes emprendió por aparte el camino que lo llevaría desde la fama hasta la muerte. Queda McCartney, cuya sola presencia despierta las viejas emociones de los mayores y enciende el nuevo fanatismo de los jóvenes, como si espolvorearan de nuevo las semillas de la antigua locura.
Y es tal su fuerza que, en Colombia, contagió a las autoridades enredándolas en un tema marginal, que ojalá se resuelva de una vez por todas: ¿dónde celebrar los conciertos?
Como no hay escenarios apropiados, se utilizan parques abiertos, una especie de Woodstock chiquitos, con la esperanza de que los asistentes estén dispuestos a pagar sumas elevadísimas, aguantar frío y soportar algún eventual aguacero.
Con Paul McCartney será distinto. Contra toda previsión, prestaron el estadio que estaba descartado para esos eventos, por los daños que sufre cada vez que lo usan para fines distintos de jugar con un balón.
Las autoridades se rindieron de inmediato y sentaron la nueva doctrina, según la cual los estadios de fútbol no son solo para fútbol, sino para todo lo demás que se les ocurra a los organizadores de espectáculos masivos. Con el debate abierto sobre si se perjudica o no la gramilla y qué tanto soporta las exigencias de un concierto multitudinario, las primeras notas comprobarán que la magia Beatle sigue rampante, que abre las puertas de cualquier escenario y que no hay autoridad que no se ablande ante la sola mención de nombres que hipnotizaron al mundo en los años sesentas.
La aventura del Campín tiene, sin embargo, una ventaja: demostrará si los estadios deben usarse sólo para lo que se construyeron o si todo cambia ante un nombre célebre. Si resulta mal y la grama dañada demuestra que no tolera abusos, las protestas serán lo suficientemente fuertes para impedir maltratos futuros. Al menos hasta que lleguen otros famosos, lo cual no parece muy remoto pues ya se habla de la visita de Madonna, una perspectiva que derretirá las negativas de las autoridades y desmayará a los hinchas del fútbol. ¡Yeah! ¡Yeah! ¡Yeah!