Con el aplomo de quien no conoce la duda, Lord Kelvin pronóstico: “Las máquinas voladoras más pesadas que el aire jamás volarán” Y de contera un matemático además lo demostró con ecuaciones que el intranquilo lector no debe consultar si va de viaje en un avión. Los ingleses obsedidos por el empirismo de Locke no se quedaron atrás: “El viaje espacial es una soberana tontería” aseveró su astrónomo Riel Wooley. Y el general francés Foch aventuró está profecía “Los aviones son juguetes interesantes, pero no tienen interés militar.” Su título muy apropiadamente era el de jefe del Estado Mayor del ejército de tierra. Quedó demasiado reducido a su oficio.
Para nuestra época espacial, algo perpleja, hay diagnósticos de muy otra índole y lo dan científicos avezados en la teoría cuántica que constituye el patrón de nuestros actuales conocimientos que refutan el sentido “común” del positivismo del siglo anterior y constituirán el “sentido común” de la nueva generación de kínder llamada “Alfa”.
En suma, la ciencia vive en una casa en perpetua obra negra. Y nosotros la habitamos. Pero había sitios que no le estaban permitido visitar al científico académicamente serio, so pena de quedar desacreditado. Ese fetiche rígido se ha quebrado por un motivo muy sencillo: no sabemos qué es el universo. Pero nos ha costado mucho tiempo reconocer esa ignorancia esencial que es al cabo una Docta Ignorancia, menos temerosa de aceptar esa dimensión inconmensurable de lo que ignoramos.
Schrödinger en un conversatorio con Einstein y otros físicos produjo la paradoja de un gato encerrado en un baúl con una trampa radioactiva. Con la episteme anterior el gato estaba vivo o estaba muerto. Con la nueva, el gato estaba vivo y muerto, según una superposición de estados. Como si hubiese varias dimensiones posibles. Se rompía así con el principio de no contradicción que constituye aún nuestro sentido “común”. La ciencia se abre a la frontera de lo excepcional. De lo que antes se llamaba incognoscible o esotérico.
Heisenberg, quien es uno de los padres de este nuevo saber, formuló el principio llamado de incertidumbre, (el mero hecho de observar una partícula la modifica sin remedio) decía: “El universo no es solo más extraño de lo que pensamos, es más extraño de lo que podemos pensar”. El físico Bohr, que propuso el modelo para fijar las órbitas de los electrones en el átomo de hidrogeno aseguraba: “Todo lo que llamamos “realidad” está constituido por cosas que no pueden considerarse reales.”
El temor del positivismo a reconocer la existencia de aquello que no entendía y que en consecuencia ignoraba, iba de la mano con un temor académico por ser tildado de charlatán.
Ahora predomina la búsqueda de la excepción que cuestiona las reglas tan caras al positivismo. Y ese temor se diluye, sin que esa liberación sea una licencia para la locuacidad sin pausas. O la credulidad sin dudas. Pero hay menos propensión a descalificar las rarezas que ocurren a través de la historia humana.