El próximo 17 de diciembre, Chile celebrará la última gran elección del 2023 en Latinoamérica, un año caracterizado por la creciente madurez de un electorado dispuesto a corregir los graves errores del pasado reciente. Con el fracaso de la propuesta de constitución política impulsada por sectores de izquierda en el 2022, rechazada por el 62% de los electores, los chilenos eligieron una nueva coalición, predominantemente de derecha, para elaborar una segunda propuesta de reemplazo a la Constitución de 1980. Ahora decidirán si aprueban o no esta segunda propuesta, culminando así un proceso constituyente que ha desgastado al país en los últimos cuatro años.
Si bien la actual Constitución fue concebida durante la dictadura de Pinochet, los estadistas chilenos de las últimas décadas la han transformado en la base de una democracia plena y moderna. En 1989, se levantaron las prohibiciones ideológicas que sofocaron la libertad de expresión durante la dictadura. Entre 1994 y 2005, se redujo el periodo presidencial gradualmente de ocho a cuatro años. Finalmente, en el 2005, el gobierno de Ricardo Lagos acabó con las curules especiales, entre otros vestigios antidemocráticos, transformando al Senado en un cuerpo plenamente de elección popular. Tan profunda ha sido la democratización de Chile que, para el año 2019, la revista The Economist catalogaba al país como una sociedad más democrática que varias democracias avanzadas, como Estados Unidos, Francia y Portugal. En este contexto lograron enormes avances socioeconómicos, convirtiéndose en un referente regional en materias de productividad, reducción de pobreza y provisión de servicios públicos.
Para impulsar transformaciones radicales a un sistema con tantas virtudes, sectores importantes de la población chilena rompieron con esta admirable tradición pacífica y reformista. Entre el 2019 y el 2020, el estallido social produjo más de 3,000 personas hospitalizadas, la pérdida de más de 300,000 empleos y 3,000 millones de dólares en daños materiales. Provocó la reubicación de importantes eventos internacionales, privando a Chile del protagonismo global que había asegurado con su modelo de desarrollo ejemplar.
Representó, además, un triste asedio a las instituciones intermediarias que conforman la sociedad civil. Antiguas iglesias sucumbieron a las llamas del vandalismo, al igual que la sede de El Mercurio de Valparaíso, el periódico en circulación más antiguo del mundo en lengua hispana. Fue tal la eficacia del terror y tan grande el apoyo ciego a sus autores políticos, que no solamente lograron doblegar al gobierno de Sebastián Piñera e imponer el actual proceso constituyente, sino además inspiraron y perfeccionaron las tácticas que sumieron a las demás democracias latinoamericanas en la violencia política desenfrenada.
Parece ser que todos sus esfuerzos fueron en vano. Si el 17 de diciembre es aprobada la actual propuesta constitucional, entrará en efecto una constitución de matices conservadores aprobada por el pueblo, por lo que la extrema izquierda ya no podrá argumentar que su intención es acabar con “la Constitución de Pinochet.” Si, por lo contrario, los chilenos vuelven a optar por la Constitución de 1980, será con el apoyo de una izquierda desgastada que, al fracasar en su objetivo de unir al país bajo una filosofía colectivista, se ha visto relegada a la defensa de las mismas instituciones que hace cuatro años les parecían inaceptables.
El estallido social chileno y sus consecuencias no estuvieron al epicentro de una primavera latinoamericana, sino de un otoño brusco y disruptivo que nos ha llevado a un invierno intolerable. Esperemos que Chile logre superar este capítulo y regresar a la vanguardia de una Latinoamérica libre, estable y próspera.