El discurso del presidente Joe Biden ante el Congreso de los Estados Unidos responde a las nuevas realidades que afloran en las relaciones entre las superpotencias que hoy conforman el emergente escenario orbital, y que encontró en el derribo del Balón espía chino el abrebocas perfecto para reseñar la competencia febril que caracterizará al mundo en que vivimos.
Los acontecimientos que precedieron la invasión rusa a Ucrania obedecieron a un escenario desafiante de la hegemonía global que venía ejerciendo los Estados Unidos desde la disolución de la Unión Soviética, y puso en marcha apresurada la configuración de nuevas alianzas, que antes constituían hipótesis probables, pero no cercanas. Biden las asume como realidad, a pesar de las dubitaciones de algunas potencias de la Unión Europea, escépticas sobre la solidez de la alianza China-Rusia y de los cambios que comporta en la escena global.
El desencanto fue inmediato, porque Pekín, no solo no condenó la invasión rusa, sino que acusó a los EE.UU. de “provocar la crisis y de alimentarla con la provisión de armamento a Ucrania con lo que únicamente logra la prolongación y extensión del conflicto”. Al unísono de las acusaciones a los Estados Unidos y a Occidente, las relaciones sino-rusas se han visto consolidadas en el campo comercial con las exportaciones de petróleo, gas y productos agrícolas rusos a China y la reciprocidad de ésta con la provisión de semiconductores y otros elementos tecnológicos que antes proveía occidente a Moscú, transacciones en rublos y yuans para emanciparse del dólar.
El conflicto armado entre Rusia y Ucrania perdió su carácter limitado de “operación especial”, para convertirse en un amplio escenario de confrontación al que vienen sumándose otros actores, como Irán, que incidirán en otras regiones geográficas, y con ello en la exacerbación, de efectos aún indeterminados, pero no por ello menos ciertos y retadores de una paz en peligro de esfumarse. Así lo expresaron Xi Jinping y Putin: “China está lista a unirse con Rusia y todas las fuerzas progresistas del mundo que se oponen al hegemonismo y a la política de potencia, y a rechazar todo unilateralismo, proteccionismo e intimidación”.
Sería imprudente, por decir lo menos, ignorar el contenido y alcances que semejante declaración puede significar en las Américas, en las que China, Rusia e Irán hacen presencia comercial y tecnológica en muchos países, pero también con provisión de armamento y asesoría militar. Todo ello hace parte de una estrategia que encuentra echo en los gobiernos “progresistas” en el hemisferio y que ya se traduce en el desinterés de la Celac en sumarse a la condena de la invasión de Rusia a Ucrania.
La omisión de Biden sobre los efectos en el hemisferio de las realidades emergentes pudo ser circunstancial, pero no por ello dejará de ser tema fundamental de cara a las elecciones presidenciales en EE.UU., como también lo será para el futuro de Latinoamérica y de sus democracias que por imperfectas no merecen desaparecer.
El exceso de ideologismo deriva en fanatismo, que siempre ha condenado a la especie humana a la violencia y la autodestrucción.