Nadie esperaba que en medio del frío en Davos, en el foro con gobiernos y representantes del más conspicuo mundo empresarial y tecnológico se expresara la crítica más certera a los criterios en boga sobre el desarrollo económico, sus fuentes conceptuales y sus pobres resultados en el desarrollo humano.
El presidente argentino, Javier Milei, destacó como los procesos de desarrollo económico y cambio social que se iniciaron bajo el signo de la libertad empresarial y el ejercicio del régimen democrático a partir del siglo 19, permitieron un acelerado desarrollo social y económico hasta entonces desconocido, provocado por la libre empresa y el respeto de las leyes del mercado.
Las tasas de crecimiento coincidieron con el auge de la democracia y de la libre empresa y permitieron un desarrollo social y económico nunca vivido en las anteriores centurias, siempre controvertido por un socialismo aferrado al colectivismo improductivo, responsable de las crisis económicas y sociales que han desatado su aplicación en el siglo 20 y en los días del presente siglo. Nadie olvida los dantescos resultados alcanzados en los países a los que la Unión Soviética impuso los dogmas socialistas, replicados en otras latitudes por comunistas y fascistas, que optaron por la rígida preeminencia del Estado sobre las libertades políticas y económicas de los ciudadanos.
Las abismales diferencias en tasas de crecimiento y del PIB per cápita entre los estados totalitarios y las democracias, demuestran irrebatiblemente la estupidez de afectar la propiedad, desestimular la creatividad, constreñir el emprendimiento y limitar las libertades, que constituyen la forma más repudiable para castigar el éxito.
Para desvanecer en la conciencia colectiva el fracaso de esas concepciones, se recurre hoy a nuevos ropajes, con denominaciones atractivas. Se califican de progresistas y tienen por misión “la destrucción creativa”, cuyo propósito es evangelizar por medio de mensajes reivindicativos que destierren el espíritu, el lenguaje y los valores considerados opresores. La sistemática desaparición de lo “viejo” sólo ha conducido a la aparición de hacedores de mundos ideales, en los que “el relativismo cultural iguala la Sinfónica de Londres a un tío con un bongo”, o al médico con el chamán, aplicando una receta únicamente creíble para el espíritu del infectado.
En aras de la justicia social hacen prevalecer aparentes derechos por razón de género, raza o preferencia sexual en aplicación de una supuesta justicia social que llaman “discriminación positiva” pero que redunda en verdadero atentado a los derechos humanos. Convierten la sexualidad en conflicto político, consideran la masculinidad “una enfermedad mental” y procuran desmontar “el patriarcado blanco heteronormativo”, cualquier cosa que ello signifique.
Esos son los postulados del “wokismo” que hoy penetran como virus en las cortes, las universidades y las organizaciones internacionales, siempre prestas a la difusión del progresismo, pero que han encontrado en el buen juicio del ciudadano corriente un verdadero muro de contención que anuncia el pronto sepelio del esperpento y la recuperación de los derechos fundamentales de las personas.
El presidente y su gabinete son servidores de esos despropósitos, que sucumbirán con la prontitud que exigen el fracaso de sus delirios ideológicos y de los males que estos acarrean.