Sabemos y entendemos, con claridad meridiana, que el respeto es base inevitable en el cumplimiento de la ley. Un ciudadano que tema quebrantar las reglas que rigen y controlan la convivencia se convierte en buen ejemplo para sus congéneres, porque demuestra inclinación al acatamiento de las normas y consideración por las autoridades que velan su estricto cumplimiento.
Hemos sostenido hasta la saciedad que la seguridad total no existe, pero la joya del asunto es una sensación que le permite a la persona sentirse libre, protegida y serena; independiente que en algunas ocasiones se presenten episodios donde criminales de cualquier pelambre alteran esa paz reinante en determinado lugar; indudablemente la presencia de unidades policiales genera una alta dosis de tranquilidad, sin embargo ciertos círculos manifiestan que esa asistencia institucional resta libertad de acción, y perciben una intimidación permanente a su independencia de maniobra, conceptos respetables pero no compatibles, porque ajeno a la presencia policial que previene y obliga la observancia de las normas, corresponde a la ciudadanía fijar en su leal saber y entender, que la sujeción a la ley es una responsabilidad emergida de un compromiso con la sociedad, la familia y la misma autoridad.
Una comunidad formada en el respeto de sus autoridades por antonomasia será un sociedad organizada y esa disposición le cierra el paso a cualquier manifestación de desconcierto o desorden ciudadano, porque ese acatamiento a las administraciones conlleva la observancia permanente de las leyes, normas, usos y costumbres del conglomerado, situación que se trueca en barrera contra la delincuencia en todas sus modalidades. Ahora las autoridades tienen un margen grande de responsabilidad, pues una comunidad por respetuosa que sea, ante unos dirigentes permisivos, pusilánimes y timoratos perderá ese respeto por el principio de autoridad tan necesario en todo grupo social, impulsando la colectividad al franco irrespeto por la majestad de las instituciones y suscitando el incumplimiento de las normas que rigen las relaciones entre los ciudadanos, lo que terminará en desorden generalizado. Podemos tomar como ejemplo las basuras, los ruidos, la invasión del espacio público o el desconocimiento de normas del tránsito, que son el caldo de cultivo para dar cabida a la delincuencia e inseguridad y con ellas la sensación de desprotección.
El policía merece y se debe ganar el respeto ciudadano, ante lo acertado de sus procedimientos. Su misión no sólo hace referencia a la lucha contra la criminalidad, se extiende al conciliador, al organizador y promotor de cultura ciudadana, demostrando en cada actuación profesionalismo y fortaleza, esa firmeza que aglutina la colectiva en torno a las buenas maneras, creando compromiso ciudadano. En el posconflicto, la estrategia de la fuerza pública cambia de enfoque, direccionado su atención a la formación comunitaria y combatiendo la delincuencia común que hace presencia en territorios de paz.