Vivimos un mundo convulsionado que ha puesto a prueba los valores e instituciones que prosperaron con posterioridad a las guerras mundiales del siglo pasado. La pandemia mortífera, el desbarajuste de lo político y lo social, cuyos logros permitieron décadas de paz, de crecimiento económico, de avances e invenciones tecnológicas, abrieron la puerta a otras reivindicaciones y paradigmas que apuntan a la “deconstrucción creativa” de lo existente y a la formulación de códigos ajenos a lo vivido y construido en el pasado.
Primera experiencia en la historia de las civilizaciones en la que se pretende prescindir del pasado y dar curso al complejo adánico de un nuevo nacimiento de la humanidad que hoy se expresa a través del “wokismo” y de la cultura de la cancelación. Su contenido político se condensa en la engañosa expresión de progresismo, que acoge a todas las tendencias de la izquierda de antaño, reconvertidas en profecías de una era que condena al olvido el pasado que, por el solo hecho de serlo, resulta ignominioso.
En América Latina florece esa nueva ola que ha logrado instalarse en la casi totalidad de sus naciones y que pugna por encontrar terreno fértil en los estados de la Unión Europea y en el seno del gobierno de los EEUU. Lo acontecido esta semana en el Perú, devela la súbita reacción popular contra la creencia emergente, que erosiona el dogma de infalibilidad que supuestamente la protege. Ciertamente, se dio en la versión incompetente de la nueva fe, pero ya había acontecido en Chile con la negativa a la nueva constitución que convirtió a su inexperto gobierno en mero notario de la voluntad popular, y se avizora con fuerza en Bolivia en repudio al régimen que parece tornarse en criminal como último recurso para la preservación de su autocracia en construcción, y así emular con los regímenes de Venezuela y Nicaragua.
Del gobierno de Brasil se espera que no recaiga en el régimen cleptocrático que ya experimentó en el segundo mandato del reelegido expresidente Lula. Argentina, desgraciadamente se hunde en la versión más desastrosa que combina ineptitud y populismo con corrupción crónica.
Colombia es hoy el reciente escenario de la nueva fe en su versión redentora. En el gobierno comparten responsabilidades el presidente populista, con arraigo en un izquierdismo trasnochado, con su vicepresidenta, autentica representante de la cultura de la cancelación. Dos vías disimiles para objetivos que se suponen compartidos, de cuya gravitación dependerá su unidad. La paz total es su objetivo y la cruzada ambiental su legado. Ambos propósitos exigen sacrificios como reincorporar a la sociedad, vía perdón y olvido, a toda gama de delincuentes y sus haberes, incluidos los del narcotráfico, y paradójicamente auspiciar el decrecimiento que nos regrese al ambicionado mundo bucólico. Lo único que parece ignorar nuestro aprendiz de mesías es que toda utopía termina en fracaso.
La alternativa consiste en comprender los cambios y en entender que construir es un proceso de inclusión de nuevas y fecundas realidades humanas. La batalla es cultural y no se puede perder.